Hay una casa en el centro de la ciudad que entra por los ojos. Es la conocida por algunos vecinos como la Casa de Colores, en la calle Javier Sanz, que fue hermoseada tras años de letargo y que sale de nuevo al mercado del alquiler.
Está ahí, como suspendida en el aire, como sin querer destacar mucho, abigarrada entre el pétreo Edificio Sindical de Antonio Góngora y un altivo edificio de la época desarrollista, componiendo la forma de una U mayúscula en el tejado. Fue diseñada por Guillermo Langle en 1927 como una chalecito urbano y burgués sin grandes pretensiones, con una fachada de estilo neobarroco, donde sobresale el color granate, el azul de las vidrieras y el verde botella de las volutas. Está esta casita almeriense tan tierna, tan como de David el Gnomo, como fuera de lugar, frente al bramido de las motos que atraviesan la calle y el rumor de los estudiantes del Celia Viñas, que la tienen de horizonte cuando se sientan en las escaleras de piedra a fumarse un cigarro. Tiene un aspecto tan entrañable, que de ella hubiera escrito Azorín: “Encontrarse con ella es una alegría en la mañana, como darse de bruces con una paleta de colores de la naturaleza entre tanto gris urbano”, por poner un ejemplo. Cristina Ramos y Ricardo Moya, dos almerienses que hacen casas históricas de Almería de juguete, la han incluido en su portfolio de miniaturas. La casa pertenece desde 2015 a Catalina Landín, una emprendedora que remozó las vidrieras y los pequeños balcones, que extirpó las humedades y embelleció el suelo de losa hidráulica que mantiene el inmueble desde hace 92 años, desde esos años del charlestón en los que fue inaugurada, en esa época en la que los primeros moradores harían sonar canciones en discos de pizarra los domingos por la tarde.
Asegura Landín que tiene cola de interesados en alquilar la casa, para vivir como un almeriense del modernismo tras esa fachada como de chocolate, que esconde, sin embargo, varios cuartos y alcobas en 105 metros construidos, donde aparece alguna mesita de vidrio, sillones de skay y algún elefante de la suerte. Si se abre el ventanal, se pueden ver enfrente a los bachilleres en sus pupitres, atendiendo a los profesores en estos últimos días de exámenes en los que se juegan el curso entero.
Langle dibujó en un plano esta casa céntrica, que ha resistido el paso del tiempo y que ha esquivado la codicia de la piqueta, cuando tenía poco más de treinta años, cuando principiaba su senda como arquitecto que marcó luego toda una época en aquella Almería de la Postguerra.
Y ahí sigue desde entonces, desde hace nueve décadas, la casa, ahora de Catalina, como un capricho, como un trébol de cuatro hojas, al lado del mastodóntico edificio del Sindicato Vertical. Cuando terminó de edificarse esta casa burguesa, de las escasas que quedan de su clase en esta Almería cainita con su propio patrimonio, el edificio docente de enfrente aún no era Instituto, sino Escuela de Artes y Oficios, mientras que los bachilleres estudiaban en el antiguo Claustro de los Dominicos, en la hoy Plaza de Pablo Cazard. Queda saber ahora la identidad del nuevo y afortunado inquilino que tendrá el lujo de retroceder a la Almería de 1927 como en una cápsula del tiempo.
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