Uno de los placeres de imaginar la Almería que no conocimos, se avienta cuando escuchamos anestesiados a un almeriense con arrugas profundas hilando en voz alta sus recuerdos; cuando, en cualquier banco de cualquier parque o en el rincón de cualquier cafetería, ese anciano relata las vivencias de su niñez idílica, de su juventud idolatrada. Y entonces comprobamos cómo uno de los episodios que más le emocionan, en ese tropel de evocaciones que va ligando atropelladamente, es cuando habla de aquellos personajes de la venta ambulante que poblaban antaño las calles de Almería, hoy desaparecidos o deglutidos por un paisaje nuevo.
Eran almerienses o avecindados, esos lumbreras, para quienes las callejuelas y los bulevares, las ramblas y las avenidas, eran como su sala de estar. Y por estar casi siempre allí, a la intemperie de cualquier rincón, dotaron a la Almería de su época de una identidad propia. Charlatanes, pícaros, trashumantes, todos con un gracejo o una estética que les hacía genuinos.
Algunos de ellos fueron novelados por José Miguel Naveros en sus ‘Pintorescos raros’, otros fueron incluidos por Francisco Giménez Fernández en sus deliciosas memorias ‘Aquella Almería’, o por José de Juan Oña en sus artículos históricos o por Antonio Sevillano en sus fascículos ‘Queridos diferentes’. Y si hubo un fotógrafo -aficionado pero divino- que supo captar su mirada y sus andares, su pálpito y su alma, ese fue Antonio Pérez Yglesias, el hijo del confitero del Barrio Alto. Se acercaba al visor de su Kodak y conseguía, como por ensalmo, que Luis el de los Perros, por ejemplo, se estuviese quieto frente a una pared blanca para arrancarle un retrato. Y lo mismo hacía cuando veía al barquillero que se ponía en la puerta de Correos o al húngaro que hacía saltar la cabra con una trompeta.
Gracias a él, a este amateur del revelado, que fue concejal y celador de la Junta de Obras del Puerto, sabemos que el ciego de los caracoles que se ponía en la Rambla o el piteo que acompañaba a los coches de difuntos o el cosario de la Renfe, existieron de verdad. Almería contaba entonces con una nómina interminables de personajes que salían todos los días a vender cualquier cachivache, cuando entonces todo en la ciudad ocurría en la calle.
Eran astutos buhoneros, nómadas, pícaros émulos del Lazarillo, algunos, antihéroes o tahúres otros; eran maestros de la filosofía popular que se prodigaban por la Puerta del Mercado o se desparramaban con sus mantas y sus puestos de madera por Puerta Purchena y la Rambla; otros como el cabrero visitaban las casas puerta a puerta para vender la leche recién ordeñada o como el basurero, para llevarse los desperdicios domésticos del día en una espuerta.
Uno de esos charlatanes más célebres era Ramonet, el de las mantas, que se ponía en la Puerta Purchena o en Albox y empezaba a improvisar y la gente acudía como a un mitin y les hacía ofertas tentadoras de mantas segovianas y colchas para mozas casaderas; o ese León Salvador, más feo que un pecado, que venía de Valladolid recorriendo España y que con un altavoz del pleistoceno y subido a una mesa pregonaba lo mismo peines que relojes o cuchillas de afeitar ‘Piel Roja’, enjugándose el sudor con un pañuelo.
Pululaban también por el entorno del Cañillo los recoveros con sus canastos de huevos de corral, los botijeros que ofrecían el agua buena de Araoz a peseta la panzá. Y estaban los meloneros con el surtido desplegado en Obispo Orberá, junto a donde Pepe Muriana cepillaba el mulo a la espera de un servicio y se oía a los horchateros pregonar su mercancía y al afilaor y al minutero de los domingos, cámara en ristre, para hacer una foto junto a las madreselvas del Parque. Eran todos genios de la oratoria, como antecedentes de esos vendedores del Círculo de Lectores o de Avon que vinieron después o esas loteras de ahora que recorren las terrazas ofreciendo la suerte de los millones para que te toque “un viaje al Polo Norte”.
Y también había vendedores de lo imposible, pregoneros de lociones y crecepelos, polvos mágicos para el reuma, jarabes y ungüentos para el mal de amores y cremas para hacer los senos más hermosos y redondos. Y estaban los trileros con sus ganchos y sus cubiletes a la caza de catetos; y Frasco el barquillero, con sus bigotes, y los vendedores de chumbos dulces con sus carritos de madera forrados de esparto; estaba el Tres Perrillas, que era un peluquero ambulante que rapaba a los niños contra los piojos y los rociaba de agua de colonia; y el célebre Chirigota, un personaje que andaba por la calle con los brazos alzados como queriendo volar como un pájaro, quien cuando llovía y salía la Rambla Alfareros se dedicaba a pasar a cuestas a la gente de una acera a la otra para que no se untaran de barro a cambio de una perrilla; había, en esa Almería de nuestros abuelos, aguadores como Frasco el Tabernero o el tío Guarrichi, siempre con el odre al hombre; o el tío del Vinagre, con dos damajuanas en la mano, que cuando sacaba la medida para el cliente componía todo un ceremonial de buenas maneras; “Eres más cumplido que el tío del Vinagre”, se decía.
Estaba el kiosco del Tío Berroncha, que trajo a Almería los primeros tebeos, y la Garbancera, debajo de Las Mariposas, que vendía perrillas de garbanzos torraos y a su lado el vendedor de boniatos, panochas y castañas; había pregoneros muy de mañana de cal blanca, estropajos y tierra para blanquear y voceadores de agua nieve y limón a primera hora de las tardes de verano portando un vasero de zinc.
Como escribió el poeta cuevano Sotomayor: “En el mercado de Albox -y en el de Almería- se puede comprar y vender hasta un dolor de muelas”.
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