Se llama Pepe, Pepe Pérez, pero nadie lo conoce por ese nombre. Reina –reinó mejor dicho- en esa ágora griega de Ciudad Jardín que es la Plaza de España, junto al templo consagrado a San Antonio de Padua y debajo de los plátanos que dan sombra. Allí era –y es aún, al menos los sábados que se acerca a saludar- el Lengüetas, ese hombretón risueño y parlanchín que durante 42 años no tuvo más paisaje que una plancha gloriosa, ni más herramienta en la mano que una espátula de albañil con la que con paciencia monacal, y sin distinción de clases, lo mismo daba la vuelta a un lomo de aguja proletaria que doraba las patas de un aristocrático calamar. Luego, cuando llegaba a su casa, con los pies hinchados, cuando se despojaba del mandil y se descalzaba las sandalias, volvía a ser Pepe, el Pepe de siempre, para su esposa Leocadia y para sus cinco hijos y el Lengüetas se quedaba en el kiosco, hasta la batalla del día siguiente.
Así fue durante 42 años, más de 15.000 días, en los que Pepe nunca faltó a la cita con su plancha- una de las planchas más legendarias de Almería –con permiso de la tan añorada de Los Claveles de la familia Heras; la misma plancha que desde que abriera el chiringuito en 1965 aún sigue como el primer día, atendida ahora por su hijo Jesús y su yerno Cristóbal; la misma plancha que ha cumplido ya sus bodas de oro y que tanto placer ha proporcionado a generaciones enteras de clientes que se han ensimismado mirando cómo suelta grasa la cabeza de la gamba cuando se broncea y cómo bailan todas a una las almejas cuando se abren al cielo de Ciudad Jardín.
El mote se lo puso Paco Llorente, un cliente que se dedicaba a la compraventa de terrenos y que siempre se quejaba de lo lengüetones que eran algunos de sus socios antes de cerrar los tratos, y Pepe, como siempre estaba en medio de esas conversaciones y tampoco se quedaba corto con la sin hueso, se quedó con El Lengüetas, un apodo que nunca le ha molestado, si se lo dicen con afecto.
De hecho, El Lengüetas y su kiosco han transcendido al propio Pepe y fotos de sus platos taperos de quisquilla o de jurel pueblan Instagram y su leyenda fue evocada por el cómico doméstico Pepe Céspedes en uno de sus célebres monólogos cuando contó que a un gran guitarrista almeriense lo llamaron para impartir clases en una academia de Berkeley pero adujo que no se fue “porque Berkeley está muy bien pero allí no hay ningún Lengüetas a mano”.
José Pérez Mañas nació hace 78 años en la Plaza Pavía y de muy niño se trasladó a una casa de la Plaza del Pino, al lado del Hospital Provincial. Su padre era peón de albañil y su madre era sirvienta en la casa del gobernador militar don Luis Bardaxí. Y él, cuando se hizo un muchacho y dejó La Graduada de la calle Arráez, se metió de aprendiz de sopletista en el taller de fundición de Felipe Cañadas, en la calle Granada, donde estaban los principales talleres mecánicos como Sevilla y Sagredo.
Después aprovechó una oportunidad que tuvo para trabajar para la empresa Auxini en la construcción de la Central Térmica, cuando aquello era pura vega, rodeada de campos de alfalfa y de desaparecidos establos. Pero se cansó de esperar a que le dieran un puesto de oficial y cogió la maleta de emigrante y se fue a Reus y a Badalona, a trabajar en una filial de la Seat.
Se casó con Leocadia Moreno, una modista también de la Plaza Pavía a la que conoció una Semana Santa del brazo de sus amigas caminando por el Paseo. Y cuando esperaba su primer hijo, se tuvo que ir a la Mili, al Sáhara: allí hizo la instrucción en El Aayún y después en Villa Cisneros.
Cuando volvió, moreno de verde luna, se enteró de que un señor del Tagarete se jubilaba y dejaba libre un kiosco de prensa en el Paseo. Pepe no se lo pensó y compró la licencia y lo trasladó a esa iniciática Ciudad Jardín que entonces aún olía a leche de vaca recién ordeñada.
Allí, en la Plaza, la misma plaza de hoy, instaló ese primer kiosco de Guillermo Langle, por el que pagó 11.000 pesetas que le dejó su bendita madre, donde apenas cabían él con el hornillo y su mujer fregando, hasta que en el año 1992 construyó el nuevo, el actual, un hexágono coronado de tejas, donde por las mañana, antes del fragor de la hora del aperitivo, se respira la paz de las montañas suizas, mientras llega el efluvio del césped recién segado. Pero antes de esa placidez de ahora, Pepe tuvo que trasegar en un barrio donde no había gente estable más allá del verano,y donde le decían “lástimica el dinero que te estás gastando, Pepe”. Y Pepe le decía a su mujer: “Leo, que me voy para Alemania”. Y ella: “Pepe aguanta, tú aguanta”.
Tuvo dos infiernos en esos inicios: uno era el polvo del mineral de hierro de las tolvas cercanas, que cuando soplaba el Poniente se metía por todos sitios, pringaba platos y vasos y los clientes desaparecían como ratones de Hamelín; el otro era el olor a huevos podridos que llegaba de la fábrica de La Celulosa y que ponía de mala leche al más pintado.
A pesar de todo, Pepe aguantó y su fogón fue adquiriendo nombradía y ya la gente del centro de la ciudad se atrevía a agarrar el coche por la Avenida Vivar Téllez y a llegar en romería a los dominios del Lengüetas. Sabían que allí les esperaba siempre un quinto de cerveza bien fresco y una tapa del mejor pescado de la bahía. Entonces aún no tenía punto de luz y la bebida se enfriaba en los botelleros con barras de hielo que los hijos iban a buscar a la fábrica del Puerto. Los jóvenes veraneantes también se fueron incorporando a las costumbres de sus padres, como los hijos de don Julio Acosta, de Carlos Palanca, Juan Martínez que era alcalde de Canjáyar, futbolistas como Maxi y Polo y políticos como Fernando Martínez y –sobre todo- Juan Megino- un lengüetero de pro.
Cuenta Pepe –culé empedernido- que cuando perdía el Barcelona aumentaba la clientela solo por el gusto de verlo renegar por la derrota azulgrana. Y cuenta también cómo al principio –antes de comprarle la plancha a José Martínez- solo ofrecía atún en escabeche y queso con el vaso de vino y la cerveza. Después siguió con las salchichas que se traía del Molino de los Díaz. Hasta que dio con la tecla con el pescado y el marisco fresco. Y entonces, los sábados venían a hacer reuniones peripatéticas los naranjeros de Gádor y los constructores de Roquetas. Un día Chaves, que visitaba las Quinientas Viviendas, dijo que quería un aperitivo en El Lengüetas, y también fueron clientes de esa pluriempleada plancha el juez Garzón y el andalucista Alejandro Rojas Marcos.
El Lengüetas padeció también a artistas del lumpen, profesionales en dejar el loro, que se tomaban tres botellines de Cruzcampo y después se sacudían el bolsillo y decían que no llevaban ni una moneda; o los que se ponían en el ángulo muerto del kiosco, después de tomarse dos rondas, y se iban alejando hasta perderse por detrás de la Iglesia. Lo que más le enorgullece a Pepe es que los lunes, cuando cierran muchos bares de compañeros de profesión, van al Lengüetas a tomarse unas tapas al mediodía.
Hay dos mandamientos bíblicos en El Lengüetas: uno, nunca pidas un vaso; dos, nunca pidas una ración, solo tapas. “Para raciones, El Romeral” -solía contestar Pepe- “si doy raciones dejo a muchos clientes sin tapa y eso no es democrático”. La gamba fresca de tapa se ha convertido ahora en la reina de la comanda lengüetera. “Si no hay gamba me voy”, amenazan algunos. Pero siempre vuelven.
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