Como no teníamos aire acondicionado ni sabíamos de su existencia, no nos podíamos permitir el lujo de tener mucho calor. Pasábamos el calor de los días fuertes del verano sin poner el grito en el cielo, aguantando con el estoicismo propio de aquella época las madrugadas ardientes en las que siempre había algún vecino que terminaba saliéndose al tranco de la calle con la hamaca de la playa o echando el colchón en el suelo del terrado. Aquella expresión de que antes se dormía con las puertas abiertas estaba basada en las noches de calor.
A la mañana siguiente se repetía hasta la saciedad la frase “qué noche hemos pasado” y cada uno volvía a su tarea sin más quejas, con la esperanza de que saltara el viento de poniente y nos diera una tregua.
Las antiguas olas de calor eran un buen negocio para los tenderos. Mi padre, cuando el hombre del tiempo pronosticaba que íbamos a pasar de los treinta grados, mandaba a mis hermanos mayores a por varias barras de hielo de más. Se levantaban temprano, cogían el carro y se iban a Pescadería a por el hielo que venía envuelto en sacos. Todavía el invento del frigorífico no había llegado a las casas de la clase media, por lo que muchos tenderos se las apañaban poniendo en marcha las rudimentarias fresqueras de madera que con el hielo correspondiente enfriaban el agua de Araoz.
En aquellos tiempos se llegaban a consumir depósitos enteros al día, cuando era costumbre que la gente pasara a la tienda a tomarse un vaso de agua fresca por el módico precio de dos perras gordas. Pasaba el basurero con la lengua fuera; pasaban los barrenderos cubiertos por una capa de sudor; pasaba el cartero agotado bajo la cartera de cuero y todos buscaban la esquina donde estaba la del bidón del agua fresca.
Por las tardes, cuando la venta se relajaba, mi padre se permitía el pequeño lujo de poner en marcha el ventilador al que tanto se pegaban las mujeres cuando llegaban asfixiadas de la calle. Puedo jurar que cuando yo era niño, en los primeros años setenta, podíamos vivir sin aire acondicionado y no nos quejábamos. Los niños solíamos hacerle un quiebro al calor, disimularlo, ya que si cometíamos la torpeza de quejarnos demasiado, nuestras madres nos decían: “No te vayas a la calle. ¿No ves la que está cayendo?”, y siempre era preferible asarnos fuera con los amigos, que en la soledad del dormitorio o el cuarto de estar. Cuando el termómetro pasaba de los treinta grados mirábamos para otro lado y seguíamos jugando hasta caer agotados. Uno de los placeres que llevo grabado en la memoria con más nitidez es el que sentía cuando después de haber estado un rato corriendo por la calle o jugando al fútbol a pleno sol y sudando a mares, buscaba el alivio de un grifo de agua cercano. Qué sensación de felicidad cuando te metías en una fuente o cuando colocabas los labios en la boca del grifo como si se acabara de inventar el agua. No sé que producía más deleite, si el agua que te caía dentro de la boca o la que se deslizaba por la barbilla y el cuello hasta empaparte medio cuerpo.
A veces, las fuentes se quedaban en un espejismo porque en Almería solía ocurrir, con cierta frecuencia, los malditos cortes de agua que siempre llegaban cuando más calor hacía. Cruzamos por los años setenta tratando de hacernos modernos sobre la proa de la Transición y llevando cubos de agua a las cocinas desde alguna fuente próxima o desde la casa de algún vecino que tenía un depósito en el ‘terrao’.
Estábamos tan familiarizados con el problema que salvo que tuvieras un negocio, un corte de agua era para nosotros un acontecimiento tan conocido que apenas cambiaba nuestra rutina. Ese día, había que dar varios viajes a la tienda del barrio para llenar con agua de Araoz aquellas primitivas garrafas de plástico que alimentaron nuestras despensas en los días de escasez. El agua almacenada se empleaba para lo básico, que entonces no era lavarse la cara, porque un niño podía pasar perfectamente sin mojarse varios días. Lo fundamental era tener agua para la comida y para echarle un par de cubos al váter.
El calor era mucho más que una ola cuando faltaba el agua o cuando llegaba el polvo en suspensión del Sáhara para teñirnos el cielo de rojo. Ese extraño fenómeno lo vivimos durante dos veranos seguidos en Almería, en el mes de julio de 1978 y 1979. Fue tanto el calor en aquellas jornadas que los pájaros se caían de los nidos, miles de pollos murieron asfixiados y la uva se marchitó de repente. Se superaron los 40 grados y para colmo de males, una avería nos dejó sin agua en las casas.
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