Un informe acaba de publicar que las ciudades españolas están sembradas de pisos donde se ejerce la prostitución. Este estudio no aporta nada que no supiéramos ni es una novedad. Lo que hoy son pisos de lujo ayer fueron casas modestas donde a escondidas se practicaba el lenocinio. Hoy, los pisos con mujeres de la vida se anuncian con fotografías de las muchachas donde se les puede ver con todo lujo de detalles hasta los lunares de la espalda y entre las muchas ofertas que ofrecen a su clientela no faltan ni la bañera con el hidromasaje ni el final feliz con botella de champagne.
Los pisos actuales de prostitución tienen algo en común con las antiguas casas de tapadillo: se mezclan sin hacer demasiado ruido en las calles llamadas ‘decentes’.
Recuerdo, cuando era niño, que por la calle de la Reina había una casa de tapadillo. La descubrí porque cuando iba a llevar los recados de mi tienda a casa de las clientas, mi madre me advertía que no me parara enfrente de la citada casa porque era de “mujeres malas”. Esa advertencia tuvo el efecto contrario y sirvió para acentuar mi curiosidad infantil y arrastrar a todo un pelotón de chiquillos que algunas tardes nos entreteníamos en sentarnos enfrente de la marcada como casa ‘non santa’ para ver quién entraba y salía.
Era un espectáculo asistir a aquellas escenas que se repetían idénticas una tras otra: el cliente que llegaba disimulando mirando a un lado y a otro para meterse en el portal sin que nadie lo viera, y una hora después salía con el pelo revuelto, huyendo como si lo persiguiera el mismo diablo. Se decía entonces que algunas de aquellas mujeres que se ganaban la vida vendiendo sus cuerpos en las casas de tapadillo eran señoras casadas que lo hacían a espaldas de sus maridos.
Con los años la prostitución fue cambiando de formas y de escenarios hasta desembocar en los pisos de lujo que abundan en nuestras calles con una amplia oferta de muchachas de todas las nacionalidades. Atrás quedaron las viejas casas de tapadillo donde lavaban al cliente con un barreño y una pastilla de jabón, y las nuevas formas que los nuevos tiempos fueron trayendo.
En los años setenta, cuando el barrio de Las Perchas y las casas de tapadillo se empezaron a quedar anticuadas, apareció en escena la moda de las salas de fiesta y de las llamadas cafeterías de alterne, que se colocaron en calles muy señadas del centro de la ciudad. Nacieron como cafeterías, pero dentro de aquellos locales no se despachaban ni cafés mañaneros ni porras de churros. Eran cafeterías crepusculares, que abrían cuando empezaba a caer la tarde, anunciando con sus luces rojas que detrás de la puerta y de aquellas cortinas pasadas de moda se escondía algo más que la barra de un bar. Allí, recostadas sobre la barra, sentadas sobre los solitarios taburetes, aparecían las mujeres que le daban sentido al negocio, aguardando con una paciencia de siglos a que llegara algún cliente con los bolsillos bien cargados. Algunas eran muchachas que se buscaban la vida de barra en barra, y otras, tal vez la mayoría, eran mujeres maduras, que parecían mayores por la mala vida: el tabaco, el alcohol, la madrugada, el oficio...
En unos años, florecieron por la ciudad aquellos negocios prohibidos que atraían por sus nombres sugerentes y por lo que encerraban en sus reservados. El Siroco, el Nebraska y el Yuta se instalaron en la calle Real, zona de tránsito de marineros; en la calle de la Almedina estuvo la cafetería Yuta, muy famosa porque allí trabajaba ‘el Kiko’, aquel personaje de muy pequeña estatura que pasó a la historia en la Transición porque apareció desnudo en un reportaje de la revista Interviú.
En la calle Gerona estaba el Cisne de Oro y en la Plaza del Pino, el New York. A los niños del barrio nos gustaba mucho ir a jugar a aquella plaza porque de vez en cuando, se asomaba a la puerta de la cafetería alguna de las mujeres de alterne que salía a tomar el fresco, a fumarse un cigarro y a ver si pescaba a algún aspirante cliente que pasara por la calle. Qué impresión nos causaban aquellas mujeres de la vida, tan torpemente maquilladas. El Zapillo tuvo también sus cafeterías. Fue muy célebre el Edén, y ya en los años ochenta La Gata Negra y el Misisipí, que llegaron a competir con el Hoango, que era sala de fiestas lo mismo que el mítico club Chapina, pero donde también había mujeres, una barra donde alternaban y unos reservados a media luz.
Cuando las cafeterías pasaron de moda surgieron como flores de un tiempo, los años noventa, los ‘Top-Less’, que eran del estilo de los pubes, pero con camareras mostrando los pechos y un reservado para intimar.
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Eduardo de Vicente