Septiembre nos invitaba a empezar de nuevo en una mudanza colectiva que tocaba nuestros armarios y también nuestros sentimientos. Los años no empezaban en enero, sino en septiembre, cuando de verdad nos invadía esa sensación de final y de comienzo que nos hacía comprender que algo había cambiado en nuestras vidas.
Septiembre llegaba con ese aliento de tristeza que nos dejaba el final de la feria y los últimos días del verano. El lunes después de la feria estrenábamos el otoño sentimental, esa otra estación que pasaba irremediablemente por la vuelta al colegio.
Recuerdo una tarde de un lunes después de feria en la que de regreso de la playa los niños nos encontramos con las atracciones desnudas en medio del asfalto. Toda aquella tramoya sin ruidos, sin niños, sin fiesta, dibujaba un paisaje de derrota que me dejó una herida en el alma. El esqueleto de la noria parecía un gigante moribundo y todo aquel universo, que en los días de feria me parecía inabarcable, se transformaba en un espacio diminuto cuando volvía la cruda realidad.
Aquella tarde de un lunes después de feria, mientras nos lavábamos los pies en el estanque del Parque, sentí ganas de llorar porque por primera vez en mi vida entendí que la historia de nuestra infancia se alimentaba de los veranos y aquel verano que dejábamos atrás no volvería a repetirse.
Septiembre era ir a ver a los feriantes en retirada y también era las últimas tardes en la playa, cuando nos reencontrábamos con la soledad de los días de diario. El primer lunes después de la feria la playa se quedaba desierta como si un cataclismo inesperado se hubiera tragado a la gente y esa sensación de soledad inundaba también las calles del centro. Almería mudaba de piel en unas horas, en esa corta madrugada del último día de feria en la que pasábamos de la traca y el toro de fuego a los bares vacíos y a la monotonía de nuestros días cotidianos cuando la vida de la ciudad cerraba a las diez de la noche.
Septiembre era la vuelta a los deberes y era también el cambio de armario. En mi casa mi madre empezaba a desempolvar la ropa de otoño y echaba a lavar las rebecas para quitarles el olor a naftalina. La rebeca era la prenda de nuestro otoño prematuro y a la caída de la tarde, aunque todavía hiciera calor, ya se veían por las calles a las muchachas que llevaban sobre el hombro sus rebecas por si el tiempo refrescaba esa noche.
Había terminado la feria la noche anterior, nos acabábamos de bajar del último cacharro y ya teníamos que empezar a preparar la cartera que habíamos olvidado en un rincón. Abrir la cartera después de tantos meses sin verla era un ejercicio traumático. Allí dentro, entre los libros usados y el estuche, nos encontrábamos con un pozo sin fondo, con un gancho certero del destino que nos golpeaba directamente el corazón.
El otoño, para muchos niños de Almería, empezaba esa tarde en la que abríamos la cartera y descubríamos que en las libretas nos estaban esperando las cuentas y los copiados que nos habían mandado como tarea para que durante el verano repasáramos lo aprendido. La tarea sin hacer nos volvía a familiarizar con esa sensación de amargura que nos dejaba todo lo que rodeaba a la escuela.
Los días previos a la vuelta al colegio eran los más cortos del año. Mirábamos el almanaque para contar los días y las horas que nos quedaban de vacaciones y en aquel recuento se nos iban los últimos rescoldos de felicidad de aquel último verano.
La tarde anterior al comienzo del curso tenía un poso de despedida y cuando salíamos a la calle a jugar con los amigos del barrio teníamos la sensación de que estábamos cerrando una etapa. Esa noche, mientras nos preparaban la cena, ordenábamos la cartera y la ropa limpia del día siguiente que nos devolvía a nuestra condición de colegiales.
Nunca olvidaré aquel fatídico primer madrugón de septiembre, cuando mi madre se acercaba a la cama y me invitaba a levantarme porque tenía que ir al colegio. Cerraba los ojos con fuerza y pensaba que era solo una pesadilla, que no podía ser cierto, que estaba soñando y que por delante tenía todavía la llanura amplia y despejada de un eterno verano.
El primer madrugón nos alejaba un poco más del verano por mucho calor que hiciera. Aunque en nuestras casas y en las calles escucháramos hablar del ‘veranico de los membrillos’, nuestros sentimientos se habían empapado ya de otoño y esa primera mañana de colegio, cuando atravesábamos la puerta de la clase y nos encontrábamos con el profesor, los buenos momentos vividos durante las vacaciones nos llenaban de recuerdos y de melancolía.
Septiembre era el nuevo curso, los nuevos compañeros de clase, el horario, las obligaciones, y también ese pequeño espacio para la ilusión que para muchos de nosotros significaba tener libros nuevos, tocarlos, olerlos y forrarlos con plástico para que nos duraran toda la vida.
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