La calle, que era nuestro paraíso natural, nuestro lugar de fuga diario, nuestra conquista cuando veníamos del colegio, allí donde nos olvidamos de todas nuestras obligaciones y nos sentíamos libres de verdad, también tenía sus peligros y sus personajes temibles que formaban parte de esa mitología callejera que fuimos heredando de generación en generación.
Heredamos el miedo al hombre del saco y a los mantequeros, un miedo que fuimos interiorizando en las historias que escuchábamos en nuestras casas cuando nos reuníamos junto a la mesa de camilla. La figura del hombre del saco que tanto nos asustaba a los niños de los años setenta era la misma que llenaba de temor a los niños de la posguerra y a los de una década después. Por el hombre del saco no pasó el tiempo y su sombra se mantuvo intacta como si el miedo bebiera en la fuente de la eterna juventud.
El hombre del saco tenía un primo hermano, al que llamaban el hombre de los caramelos. Si el hombre del saco se llevaba a los niños, el de los caramelos trataba de engatusarlos para acabar conquistando su confianza. Cruzamos la infancia escuchando las advertencias maternas que nos repetían hasta la saciedad que si se nos acercaba un desconocido y nos ofrecía algún obsequio le dijéramos que no y nos fuéramos corriendo de allí.
La sombra del hombre de los caramelos nos perseguía por los rincones oscuros de las calles en aquellos anocheceres prematuros de invierno. Cuando atravesábamos un callejón en solitario y escuchábamos unos pasos sospechosos o veíamos venir de frente a un señor con abrigo, aligerábamos el paso o nos cambiábamos de acera pensando que estábamos ante el temido pederasta o delante de algún exhibicionista, de aquellos que disfrutaban enseñando sus genitales.
Casi todos los niños de entonces creíamos conocer a alguno de aquellos sátiros que en su vida familiar podían ser personajes completamente normales, pero que en la intimidad sacaban a relucir esa inclinación oscura que los empujaba a desear a los menores. Recuerdo que ese miedo generacional hacia la figura del hombre de los caramelos se multiplicaba por dos entre las niñas, que tenían prohibido volver solas a sus casas y procuraban ir siempre en pandilla.
Eran especialmente vulnerables al miedo las niñas de los colegios de monjas porque durante años estuvo vigente la historia del sátiro que amparándose en la soledad de la Rambla acechaba el colegio de las Jesuitinas. Ocurrió en el invierno de 1953. Un individuo esperaba a las niñas en las inmediaciones de la pasarela, aprovechando la caída de la tarde.
La Madre Superiora del Stella Maris le solicitó al alcalde que pusiera vigilancia policial, al menos en las horas de entrada y salida de las alumnas, ya que la situación era tan alarmante que algunos padres se habían dirigido al colegio amenazando con no dejar ir a las niñas al centro si no se les garantizaba su seguridad.
Al día siguiente, dos agentes montaron guardia frente al edificio del colegio; esa misma semana la policía mandó llamar a las niñas que habían sufrido las apariciones del sátiro para que lo reconocieran en el Arresto Municipal, donde se encontraba detenido un tipo acusado de exhibicionismo, que había sido detenido debajo del puente de la Avenida de la Estación. Cuando acudieron al reconocimiento, no pudieron asegurar que aquél era el delincuente que buscaban.
Las andanzas del sátiro de la pasarela tuvieron su continuidad, teniendo ahora como víctimas a las alumnas de la Compañía de María y a las del Instituto de la calle Javier Sanz. En mayo de 1953, tres niñas de Bachillerato que regresaban a sus casas por el camino de Ciudad Jardín, fueron asaltadas cuando se encontraban en las inmediaciones de la calle América y la zona conocida por el campo de los Arcos. Por la descripción que hicieron las jóvenes, se trataba del mismo ‘bandolero’ que la policía andaba buscando.
El sátiro de la pasarela tuvo en jaque a todo el cuerpo de policía durante varios meses, sin que lograran detenerlo. Por el cuartelillo pasaron decenas de vagabundos y maleantes convictos de acechar a mujeres y niñas en lugares públicos, pero nunca se llegó a demostrar que alguno de aquellos infelices fuera el temido hombre de los caramelos.
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