A la Plaza de San Pedro le arrancaron un trozo de su esencia cuando desaparecieron aquellos árboles antiguos que llenaban sus tardes de sombras, los bancos de piedra y azulejo donde se sentaban a descansar los viejos, y la fuente de mármol donde nunca paraba de salir el agua.
Le arrancaron un trozo de su esencia pero mantuvo intacto su alma infantil. La Plaza de San Pedro fue siempre un refugio para los niños con una banda sonora permanente: el griterío y el jolgorio de los juegos. Alrededor de la plaza corría el mundo de los adultos representado en los comercios y dentro, la algarabía infantil en aquellas tardes eternas de primavera que hoy siguen repitiéndose en el mismo escenario como si el tiempo se hubiera detenido medio siglo atrás.
La Plaza de San Pedro tenía un corazón profundo, con su mundo de jardines y sombras que formaban una espléndida glorieta, tan cubierta de vegetación y de rincones, tan propicia para los silencios. Uno de aquellos árboles que parecían desafiar al cielo tenía un tronco tan ancho que los niños cuando jugábamos teníamos que reunir ocho brazos para rodearlo.
La vieja plaza siempre fue un buen refugio infantil porque era un territorio neutral, un escenario sin dueños que lo mismo recibía a una pandilla que venía de la calle Antonio Vico o de la Catedral que a los niños que vivían en el mismo entorno de la plaza. Era tan recogida, tan rica en matices, tan íntima, que no existía otro lugar más adecuado para los juegos y para sentirse completamente aislado de la ciudad.
La Plaza de San Pedro tenía sus momentos: las mañanas solitarias donde el lugar se llenaba de ancianos y las tardes de algarabía cuando a la salida del colegio los niños transformaban el recinto en un patio escolar. También tenía sus días: los domingos recibía a las familias después de la misa y mientras los hijos jugaban y hacían ganas de comer, los mayores se reunían a la sombra a contarse sus vidas.
La fecha más señalada, el momento del año en el que la Plaza de San Pedro parecía el Paseo y recibía a miles de personas, era la tarde del Viernes Santo, cuando media Almería acudía a sus aceras y ocupaba los trancos y los barandillas de la glorieta para ver la salida del Santo Entierro. En ninguna otra parte de la ciudad se producía una mezcla de clases sociales tan numerosa como en la tarde del Viernes Santo en la Plaza de San Pedro. Las familias de clase alta del centro, la clase media de los barrios que empezaba a ser mayoría y los vecinos más desarraigados que poblaban el arrabal de San Cristóbal compartían aquel escenario para ver al Cristo Yacente.
La Plaza de San Pedro siempre gozó de esa doble vida que la engrandeció: el esplendor de los negocios que la rodeaban y la tranquilidad de la glorieta, donde era posible esconderse entre la vegetación para dar unas cabezadas, donde por las tardes reinaban los niños y a la caída de la noche se convertía en un refugio de parejas de novios. En el otoño de 1942 un grupo de vecinos de la plazoleta se quejó de que los enamorados “asaltaban” los bancos de la glorieta a la hora de los niños, protagonizando escenas poco edificantes y que cuando se echaba la noche, la presencia de los amantes era tan habitual en el recinto que los niños del barrio se habían organizado por grupos para presenciar sin ser vistos aquellas escenas.
La queja de los vecinos del barrio llegó al Pleno Municipal como así se refleja en una de las actas del mes de octubre de ese mismo año: “El concejal Diego Alarcón se lamenta de que en la Glorieta de San Pedro, que es un sitio de los más bellos de la ciudad y en donde la infancia se recrea lejos de los peligros de la circulación de carruajes, concurran al mismo tiempo que estas inocentes criaturas, algunas parejas de enamorados que cegados por Cupido se olvidan de que se hallan presentes niños que no deben aprender antes de tiempo cosas que muchas veces ruborizan a personas mayores, y solicitó que por el ayuntamiento se acuerde dedicar la glorieta únicamente para recreo de los niños y que no puedan concurrir a ella más que los niños y las personas encargadas de su custodia”. La propuesta se aprobó y por unanimidad se acordó acceder a lo solicitado por el señor Alarcón y declarar la Glorieta de San Pedro “Parque destinado a recreo de la infancia”.
A lo largo de aquellos años, la glorieta se transformó varias veces debido a las reformas. Unas veces se hacía hincapié en mejorar la vegetación, y otras en despejarla de tantas flores y tantas ramas para darle claridad. En el verano de 1960 se levantó en el centro una columna lumínica o farola de once mil vatios y se enriqueció la fuente con dieciséis surtidores y ocho reflectores.
La plaza era entonces una de las principales de la ciudad. Cuando llegaba la Feria se engalanaba y se le instalaba iluminación especial. Eran frecuentes los espectáculos de títeres y marionetas y hasta las verbenas populares cuando llegaban las fiestas del distrito segundo en honor de San Pedro Apóstol.
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Eduardo de Vicente