Un Marcial Lafuente Estefanía de Almería

Enrique Cuenca Grancha, almeriense de la Vega, escribió 90 novelas; nadie puede decir lo mismo

Enrique cuenca Grancha, con su hija Angeles, en el almuerzo de un congreso de la Agrupación de Traductores, a comienzos de los años 60.
Enrique cuenca Grancha, con su hija Angeles, en el almuerzo de un congreso de la Agrupación de Traductores, a comienzos de los años 60.
Manuel León
07:58 • 29 sept. 2019

Aún queda gente en Almería que guarda en la memoria la estética de las novelillas que se llevaban a todas partes dentro del bolsillo del gabán para leerlas en ratos perdidos, cuando aún el móvil no distraía . Ocurría en los asientos de los autobuses, cuando se esperaba a pasar consulta en el 18 de Julio o sentados en un banco del Paseo o tomando un vermú en la terraza del Imperial;  aún queda gente en Almería que se acuerda de aquella liturgia de ir al kiosco cercano o al estanco de turno a cambiar esas novelas de bolsillo, manoseadas, algunas martirizadas por el uso y pegadas las hojas con engrudo, que procuraban ratos de mesocrática lectura en el vagón del tren a Madrid o en la playa debajo de la sombrilla o en cualquier patio vecinal. 



Las tenían a mano para sus huéspedes, hoteles como el Simón o La Perla, para esos viajantes insomnes que pedían al conserje una de Marcial Lafuente Estefanía o de Silver Kane como se pedía una gaseosa El Tigre para los ardores nocturnos. 



Eran esas novelas populares, de a duro les llamaban también por el precio que tenían, que se alquilaban o se cambiaban como cromos, cuajadas de buenos y malos en los que siempre aparecía una partida de forajidos asaltando un rancho y un héroe pistola al cinto que salía en defensa de virtuosas mujeres y niños pecosos; historietas de misterio, de prosa rápida, en las que el detective siempre  atrapaba al villano. Eran ediciones casi siempre en papel proletario, de no más de cien páginas con portadas coloristas, colgadas de una pinza en el cordel del kiosco. Uno de aquellos autores de culto, de esta literatura rutinaria pero solvente, era almeriense y se llamaba Enrique Cuenca Grancha. No fue el único –hubo también un Kent Wilson (Ángel Cazorla Olmo) nacido en Santa Cruz de Marchena que aún vive en Tarrasa con 89 año- pero Enrique fue pionero de esa novela humilde que contribuyó a hacer fermentar la costumbre de leer entre las clases populares y que tuvo su edad de oro en los años 40 y 50 cuando la autarquía del país hacía inviable acceder a obras extranjeras, hasta los  70 en los que la televisión acabó con ellas. El Museo de Terque, con el laborioso Alejandro Buendía a la cabeza, rindió hace unos años un homenaje en forma de exposición a todos estos olvidados autores de bolsillo, entre ellos a este Grancha, que no han tenido todo el reconocimiento que merecía esa labor esforzada de fabricar el andamiaje de una historia con introducción nudo y desenlace por unas pocas pesetas. 



Aún vive en Barcelona Ángeles Cuenca Subau, hija de Enrique Grancha, que recuerda destellos de su padre encerrado en su despacho de esa calle del monopoly llamada Aribau, en el Ensanche barcelonés, tecleando una vieja Remington, con la cabeza amagada, con su terno y sus gafas redondas, escribiendo de día y de noche, con un paquete de tabaco negro y una taza de café al lado. Enrique Cuenca nació en Almería en 1892, en la zona de la antigua Vega, entre establos y huertos de verduras,  en una familia nómada de varios hijos, con raíces en Roquetas y Adra. Sus padres tuvieron distintos negocios en Argentina, Cuba y Gibraltar, donde se dedicaron a rescatar barcos hundidos y a vender la mercancía. Enrique fue un aventurero y siendo aún un niño se embarcó a Cuba a ver a unos familiares y ganarse la vida por su cuenta. Residió en Nueva York diez años y 18 en Londres, donde se casó y se dedicó a traducir libros del castellano al inglés. Allí, en esa ciudad donde la uva almeriense llegaba entonces por quintales, hizo su vida hasta que un incendió quemó su casa y perecieron su esposa y su hija. Decidió volver a España, a la Barcelona cabaretera de los años anteriores a la Guerra, en la que triunfaba su paisana Bella Dorita, donde contrajo segundas nupcias con Ángeles Subau Lumbierres, una catalana 18 años más joven que él. Fue cuando el intrépido Grancha se estabuló como un buey para dedicarse a la silenciosa labor de traducir y escribir novelas low cost.



Era un erudito autodidacta sin estudios universitarios, un ratón de biblioteca que dominaba al menos cuatro idiomas. Empezó en los años 30 como traductor de la Editorial Molino para la colección ‘Biblioteca de Oro’, de gran popularidad en la España republicana de entonces. Llegó a traducir a lo largo de su vida más de 200 libros, compaginando esa labor con la de escritor humilde, un autor que nunca se vistió con las lentejuelas de la fama, pero cuyas tramas rutinarias dormían, como las novelas de Corín Tellado, en la mayoría de las mesitas de noche de aquella España gris cargada de futuro.



Grancha firmaba casi siempre como H.C. Granch o Morgan Davis, por directrices de las editoriales que buscaban una pátina misteriosa en el nombre del autor para atraer más al lector. La obra de este almeriense y la de otros colegas de su ralea, sigue siendo considerada hoy día literatura de garrafón,  aunque fue la más seguida y la más leída por miles y miles de familias españolas. Recuerda su hija que fue uno de los fundadores de la Asociación de Traductores que intentó defender los intereses de su gremio para poder cobrar una pensión de jubilación.



Enrique Cuenca –el olvidado Grancha- escribió más de 90 obras entre los años 30 y 60, lo que no ha hecho ningún almeriense hasta ahora, aunque fuesen novelas o novelillas de literatura vicaria: series de aventuras como las de Buffalo Bill o Diamond Dick o las del Oeste para la Editorial Cliper con personajes de culto como Mac Larry o Fred Cúster, cuyas colecciones se pueden encontrar aún en librerías de viejo.



A pesar de volver ya en pocas ocasiones a Almería, su hija recuerda cómo enseñó a su mujer a preparar las gachas que comía una vez por semana, cómo escribía cartas interminables a parientes y amigos que aquí le quedaban y cómo recibía otras tantas de vuelta mataselladas desde la ciudad del Indalo con remites en los que aparecían calles como Ricardos, Castelar o Paco Aquino

Grancha no fue Galdós ni Baroja, cierto, pero vivió con dignidad de la literatura para pobres, imaginando sencillas historias para ellos bajo la luz de un flexo en largas madrugadas de tabaco y café. Falleció de una bronconeumonía en 1970 en su domicilio barcelonés y allí está enterrado, a miles de kilómetros de esa vega sureña donde nació 78 años antes. 



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