A veces pienso con irónica ternura que los almerienses superamos al gitano Melquiades. Si la llegada del deslumbrante personaje de García Márquez estremecía la imaginación de los habitantes de Macondo anunciando los prodigios y maravillas descubiertas en la otra parte del mundo y entre las que se encontraba “el emplasto para perder el tiempo”, en esta esquina condenada a más de cien años de soledad también es habitual la presencia de tipos prodigiosos que demuestran cada semana que no solo gozamos en abundancia de ese emplasto para perder el tiempo, sino que, además, somos capaces de detenerlo.
En los últimos días hemos recuperado la polémica interminable del traslado del Pingurucho. Mientras la mayoría del PP insiste en su decisión de trasladarlo, la minoría de izquierdas toma las redes sociales para levantar una barricada contra el cambio de ubicación. Tan legitima es una posición como otra y si recurro a la diferencia entre mayoría y minoría en el pleno, es porque no debe ignorarse que cuando los almerienses votaron hace apenas cuatro meses, el posicionamiento de unos y otros sobre el monumento ya era conocido. El renacimiento de este guadiana menor de mármol y recuerdos vuelve a subir al escenario de la polémica un argumentario de tópicos que ya cansan de tan manidos.
Nadie puede defender sin espacio para la duda que el traslado del Pingurucho al inicio del parque Nicolás Salmerón vaya a acrecentar la vinculación de los almerienses con el significado que representa el monumento. Lo que nadie puede defender, tampoco, es que el cambio de lugar lo vaya a aminorar. Porque no nos engañemos: la Plaza Vieja no es un espacio con capacidad de atracción, ni para visitantes ni para autóctonos (basta darse una vuelta cualquier día a cualquier hora para comprobarlo; háganlo si tienen dudas). Y la presencia del Pingurucho no creo que haya constituido o vaya a constituir un elemento que atraiga de forma notable más visitantes.
El crecimiento de la ciudad hacia levante ha acabado situando a la Plaza Vieja extramuros de la trama urbana, un espacio casi vacío de vida al que hay que ir, no por el que hay que pasar. Canta Serrat que “no es amarga la verdad, lo que no tiene es remedio” y, aunque el diseño de la ciudad moderna no favorece, todo lo contrario, la vida que ese especio tuvo en épocas pasadas, sí habría que poner toda la inteligencia en movimiento para que la percepción de una condena irremediable de abandono dejara de serlo. La Plaza Vieja hay que llenarla de iniciativas que le hagan recuperar la vida que tuvo en un pretérito ya lejano que, aunque no fue perfecto, sí fue mejor, pero lo que se ha demostrado es que ni los ficus ni el Pingurucho han sido capaces de frenar su deterioro. Como tampoco lo frenará el regreso de la alcaldía o más servicios municipales. Hasta el pasado siglo el centro de las ciudades era el lugar en el que estaba situado el poder institucional y religioso. Esta realidad ha cambiado en los últimos decenios, pero, sobre todo y de forma vertiginosa, en los últimos años. La descentralización administrativa y la digitalización hacen innecesario el desplazamiento para resolver cuestiones que hasta casi antesdeayer solo podían resolverse allí donde se situaba la sede administrativa. Y esa sí es una realidad irremediable.
Quien a uno u otro lado de la polémica reduzca la recuperación de la Plaza Vieja al traslado o al mantenimiento del Pingurucho o de los ficus estará cayendo en el error de detenerse solo en las hojas del pasado sin aventurarse a recorrer el bosque del futuro. Cambiar por cambiar es un error, pero, como también y tan bien cantó Pablo Milanés, “aferrarse a las cosas detenidas es ausentarse un poco de la vida”. Vayan unos y otros más allá de la comodidad de la simplificación y digan qué hacer para recuperar ese espacio cada día del año y no solo cuando se celebra algún (y puntual) festival lúdico o cuando apenas un centenar de personas escuchan un día de agosto La Marsellesa.
Como escribió Einstein, si se buscan resultados distintos no hay que continuar haciendo siempre lo mismo. Cambiemos la dinámica y, sobre todo, dejen de utilizar el emplasto para perder el tiempo porque, si no lo hacen, estarán condenando a la Plaza y el Pingurucho a mil años de soledad.
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