Estaba don Miguel García Sáez, montaraz leguleyo y alcalde de Líjar, un mediodía de octubre de 1883 atusándose su larga barba a la puerta de su casa, cuando llegaron en el correo de postas los periódicos de la semana procedentes de Madrid.
Abrió, como siempre, con mano rápida y segura el envoltorio postal de un ejemplar de El Sol y la tinta del titular le incendió de inmediato los ojos: “Su Majestad el rey don Alfonso XII ha sido apedreado e insultado en las calles de París”. Era hombre de hondo gusto por la lectura y en unos minutos se empapó de todo el artículo. No salía de su asombro por esa afrenta al monarca de los españoles y allí, en esa paz de pueblo, bajo unas jaulas de jilgueros y un horizonte de almendros desnudos por el otoño, se le puso el corazón como el de un potro de carreras. Le galopaba el pecho, le latían las sienes y tenía el semblante enfervorizado como el de un caballero visigodo.
Se incorporó enérgicamente con el ejemplar en la mano, como prueba de cargo, salió a la calle, buscó al alguacilillo y le ordenó que reuniera en ese preciso instante a la Comisión Municipal. Visto y no visto: de los arados, de los lagares, de las lomas y canteras fueron apareciendo los concejales por la Casa Consistorial lijareña, donde a la luz de la vela, una tarde de otoño del 14 de octubre de 1883, el pueblo de Líjar resolvió declarar la guerra a Francia. Don Miguel, el Terror de los Filabres como le llamaban entonces en el Juzgado de Huércal-Overa porque no había quien le hiciera malograr un pleito, había redactado en tan solo unos minutos un exhorto henchido de patriotismo al que se dio lectura en el Pleno de la Corporación.
En el bando, que fue colocado en la Plaza y en la botillería del pueblo, el alcalde apelaba a que “el más insignificante pueblo de la Sierra de los Filabres debe protestar en contra del atentado al Rey”, recordando que “una mujer vieja y achacosa, pero hija de Líjar, degolló por sí sola treinta y dos franceses que se albergaron cuando la invasión del año ocho en su casa”. “Y que este ejemplo es muy bastante para que sepan los habitantes del territorio francés que el pueblo de Líjar, que se compone de 600 hombres útiles, está dispuesto a declararle la Guerra a toda Francia”. El acta municipal continuaba hablando de los laureles de la historia española: Sagunto, San Marcial, Bailén, Lepanto, Pavía y de Carlos I, Felipe II y Gonzalo de Córdoba. Y finalizaba tomando en consideración lo expuesto por el alcalde y recogido por el secretario acordando unánimemente la Declaración de Guerra a la nación francesa, dirigiendo comunicación en forma debida al presidente de la República francesa, Jules Grevy, y previamente al Gobierno español.
El pintoresco bando bélico, que se conserva en un legajo municipal lijareño, redactado con apretada letra en papel timbrado, fue firmado, además de por el propio alcalde, por los ediles de entonces Juan Martínez, Daniel Molina, Nazario Sáez, Juan Díaz, Raimundo López, Francisco Martínez, Antonio Martínez y por el secretario Francisco García, algunos de ellos bisabuelos y tatarabuelos de los lijareños actuales.
Esta guerra que duró cien años, en la que no se disparó un solo tiro, en la que no se derramó ni una gota de sangre y que convirtió a Líjar en una suerte de aldea gala contra la propia Francia, tuvo su origen en el viaje de carácter militar que realizó el rey español a Alemania donde presidió desfiles y donde aceptó en Estrasburgo el grado de coronel de Ulanos.
Esta ciudad acababa de ser arrebatada por Bismarck a Francia y el Gobierno de la República francesa, abrumado y herido aún por la guerra perdida, lo vio como una desconsideración.
De regreso a España, a su paso por París, Alfonso XII fue recibido el 29 de septiembre de 1883 con frialdad por Grevy en la Estación del Norte y una muchedumbre de parisinos insultaron y tiraron piedras al soberano español con gritos de ¡Muera el ulano! Y ¡Viva la república! Al regresar a Madrid, el Borbón tuvo un recibimiento apoteósico de desagravio y Alfonso XII salió al balcón del Palacio Real para cumplimentar el agasajo, aunque el incidente diplomático le costó el puesto al ministro de Estado del gabinete de Sagasta.
Que se sepa, Líjar fue el único pueblo de España en protagonizar este gesto tan romántico como estéril, que con el tiempo adquirió un tono humorístico y del que nunca se supo si tuvo algún tipo de respuesta por parte del Gobierno de España o de Francia, más allá de poder arrancar alguna sonrisa a algún secretario de Estado. Pero para su promotor, ese letrado que está enterrado en el cementerio de su pueblo, no fue una broma, para él fue un acto sublime de defensa de la patria, de demostrar que Líjar era el pueblo con más redaños de España frente a los gabachos insultones, como una Agustina de Aragón, como una gaditana haciéndose tirabuzones.
Miguel García Sáez, de familia hacendada, estudió derecho en la Universidad de Sevilla y se inscribió con el número 197 en el Ilustre Colegio de Abogados de Almería. En 1874 fue nombrado juez municipal y emprendió diversos negocios en las provincias de Almería y Granada. En 1886, antes de convertirse en un pedro crespo calderoniano, paladín de la afrenta que mancillaba el honor real, fue acusado de desacato a la autoridad, juicio del que salió absuelto, aunque durmió varias noches en el calabozo de Purchena donde compuso un cuaderno de ripios con mucha guasa para aliviar las penas a su compañero de celda.
Los lijareños, que se sepa, nunca cruzaron Los Pirineos para tomar La Bastilla, a pesar del bando del Terror de los Filabres, nunca engrasaron arcabuces y con el tiempo, esa fanfarronada rural decimonónica fue cayendo en el olvido.
Hasta que justo cien años después, un sucesor de don Miguel, el edil Diego Sánchez Cortés, decidió que había llegado el momento de que Líjar firmara un Tratado de paz con los franceses, después de un siglo de oficial hostilidad.
Una mañana lluviosa de octubre de 1983, el nuevo alcalde reunió al pueblo y en presencia del cónsul francés Charles Santi, firmó la declaración de paz, mientras sonaba el Himno español y La Marsellesa. Después se le dio a una calle el nombre de don Miguel García Sáez y la Plaza del Caudillo fue rotulada con la denominación de Plaza de la Paz y el pueblo comió migas y choto al ajillo en El Cine para celebrar que la guerra por fin había terminado.
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