Hay un pueblo en Almería, a 40 kilómetros de la capital, donde los niños nacen con la boquilla de una trompeta en los labios o con las cuerdas de una bandurria en las manos; hay un municipio, agazapado bajo una loma de esparto, en el que los niños -además de comer una verdura tan fresca como en casi ningún otro lugar de la provincia- aprenden solfeo antes que el abecedario; un lugar donde se solfea como si se rezara, donde el doremifasol es el santo catecismo.
Alboloduy, en términos relativos a su población de 600 habitantes, es –lleva muchos años siéndolo- el pueblo con más músicos de España y donde los instrumentos de viento o de cuerda, que duermen en el vientre de los arcones, los van heredando los hijos de sus padres y abuelos, como un viejo reloj de bolsillo.
La música en Alboloduy está siempre presente, como el Santo Cristo de la Humildad está en todas las repisas alumbrado por una mariposa, y apenas hay fumadores porque no hay tiempo que perder, con las manos y la boca, que no sea tocar el bombardino o el laúd. No hay casa sin músico en Alboloduy y en algunos casos pertenecen a la banda municipal el abuelo con la caja, el padre con el clarinete, el hijo con el saxo y el espíritu santo con el fagot. Siempre hubo allí más devotos de Andrés Segovia que de Manolo Escobar.
En la actualidad, la banda de música La Mezquita, en honor a uno de sus barrios, cuenta con 74 miembros bajo la batuta de José Ibáñez, que se complementa con una Escuela de Música y una banda juvenil bautizada como la del Trabuco. Varios de los enseñantes son profesores de música en el Conservatorio de Almería y solo el último curso salieron con titulación profesional siete hijos del pueblo.
El origen de esta vocación en el pueblo de los acelgueros –llamados así por las celestiales verduras que se cosechan en su vega- data de finales del siglo XIX, cuando varios hijos de Alboloduy se integraron en bandas militares durante la Mili y al volver fueron transmitiendo esa pasión por la música, que ya es como un gen que va propagándose, como el color de los ojos o la forma de la nariz. El primer director de la primitiva banda de música fue el propio alcalde de la época, Miguel Cadenas, quien participó en una serenata al alhameño universal en 1903.
Otros grandes músicos alboloduyenses que dejaron huella fueron Luis Padilla, clarinetista, que compuso el célebre pasodoble Alboloduy, Antonio Gil, José García Guil o Gabriel Matarín Valverde, eminente cornetín, de la banda de alabarderos de Alfonso XIII y de la Orquesta Nacional de España, considerado uno de los mejores trompetistas de España. Muchos músicos emigrantes de Alboloduy engrosaron también agrupaciones musicales de Tarrasa y Hospitalet.
Hay fotos antiguas del pueblo en las que se ve a paisanos con un saxofón en las aguaderas de un burro, junto a la fiambrera y la damajuana de vino camino del bancal, para alegrarse el alma mientras daban de mano en el almuerzo.
La banda se mantuvo intacta, a pesar de los avatares, durante la Guerra y la Postguerra, hasta languidecer en los años 70. Hasta que volvió a refundarse con renovado vigor en 1983, como rama de un mismo tronco y con la labor incansable del componente de la vieja banda José López. Desde siempre se ha relatado que cuando se programaba la presencia de la banda en la feria de algún pueblo, la banda acompañante se inhibía: “Si va la de Alboloduy, nosotros no vamos, no nos gusta hacer el ridículo”.
La banda de Alboloduy es casi sinfónica: tiene todo el viento madera, el metal, percusión, cuerda y va incorporando nuevos instrumentos como el violonchelo, el oboe, la trompa o el contrabajo.
Pero la música en este pueblo de acelgueros y vendimiadores, transciende a la propia banda: está El Galayo –en honor al pico más elevado de su serranía- una asociación cultural que cuenta con un grupo folklórico que ha recuperado habaneras, mazurca o La Tambora, una antigua tradición que sale el 26 de diciembre con guitarras, bandurrias, panderetas y botellas de anís pidiendo limosna para las ánimas benditas, como se hacía antiguamente, mientras se veía al tío Joaquín en el portal haciendo pleita y cantando coplillas, mientras se oía el sonido de los caños de la fuente resbalando por la piedra bajo el perfume del jazminero, mientras Luis Mastral vendía cuencos de leche de cabra, mientras Pepe el Conejo sacaba su acordeón en la calle Zocatín, cerraba los ojos y enternecía al vecindario tocando Venecia sin ti, por poner un ejemplo.
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