Las elecciones han dibujado un paisaje inquietante para el PP en la provincia. Ocupar la tercera posición ha supuesto para los populares un terremoto de fuerza diez en la escala Ritcher de su espacio electoral. Perder la hegemonía en el orden de preferencia política provincial era una consecuencia irremediable tras la consolidación de Ciudadanos desde 2017 pero, sobre todo, tras la irrupción de Vox en las autonómicas de diciembre. Lo que nadie preveía era que quedase relegado a la medalla de bronce.
La soledad es un sentimiento incómodo en casi todas las situaciones, pero en el espacio tribal de la política no hay nada más placentero que ocupar sin competidores la parte del escenario que protagoniza tu argumento ideológico. Durante décadas el PP ha sido el único ocupante de ese territorio de centro derecha, una realidad que le ha procurado éxitos electorales históricos. Desde mediados de los 90 el centro derecha ha dominado, salvo la excepción puntual del 13 M de 2004, la sociología electoral almeriense. Esta realidad aseguraba victorias indiscutidas de los populares y el único espacio que quedaba para la duda en cualquier elección solo era conocer la ventaja que obtendrían sobre los socialistas. En Almería el PP siempre salía como irresistible caballo vencedor en la carrera.
Heráclito dejó escrito hace dos mil quinientos años que “todo fluye, todo cambia, nada permanece” y no ha pasado ni un solo día desde entonces en el que la realidad no le haya dado la razón. Pero esta verdad irremediable no es asumida por quienes protagonizan la política.
He visto pasar tan poca agua bajo los puentes, pero a tantos políticos ocupando cargos que tengo la convicción de que solo son excepción los representantes públicos que asumen la transitoriedad inevitable a la que están condenados. Solo así puede llegar a entenderse que la inmensa mayoría continúe tocando la lira mientras las llamas de la derrota cada vez se acercan más sin que ellos hagan nada por acabar con el incendio.
El PP de Almería, como el de Andalucía y como el de España, ha asistido al avance de Vox desde la indiferencia suicida y la torpeza política. Algunos de entre sus filas llegaron a considerar al partido de Abascal como una extravagancia simpática, un refugio sentimental para nostálgicos del franquismo de bandera y pandereta que acabarían regresando más temprano que tarde del “puesto que tengo allí” a la casa común de la derecha de la que un día salieron. El problema es que aquella centuria de neofalangistas que salieron de excursión hacia las montañas nevadas comprobaron el 10 N que no solo estaban prietas sus filas, sino que, además, se fortalecían y en qué medida.
Y esa es una realidad a la que el PP estará obligado a enfrentarse y sería preferible, para sus intereses, que fuese más temprano que tarde. Y, para esa batalla que no podrá eludir, solo tiene dos opciones: o compite o confronta.
La primera opción le situaría en la incomodidad insoportable de alejarse de los postulados que ha defendido hasta ahora situándose en una posición de derecha radical para competir por ese espacio electoral con Abascal y, por tanto, asumiendo el elevado riesgo de que los electores acaben comprando el original y no la copia. A Vox no le va a ganar el PP, no puede ganarle, defendiendo proclamas radicales. Desde el púlpito de las respuestas simples a los problemas complejos, las arengas de Vox siempre llegaran mas lejos que los argumentos del PP. Los primeros pueden anunciar la tierra prometida, los populares no porque sus años de gobierno les han demostrado que esa pretendida realidad no existe y, en el ruido ensordecedor de la demagogia populista, siempre se escucha más, mucho más, al que más grita, aunque no diga nada.
Competir por ser más radical será una táctica tentadora para quienes opten por la comodidad falsa del cortoplacismo. La otra opción, confrontar con Vox la consistencia de sus propuestas, se aleja de esa engañosa comodidad, pero sitúa la batalla en un territorio en el que hay muchas más posibilidades de victoria. Es una disputa electoral a largo plazo, llena de desazón (nadie dijo nunca que defender argumentos frente fuese tarea fácil), pero es, no solo la manera de frenar el avance de los de Abascal, sino el único camino para no dejarse arrastrar a la impostura de defender planteamientos en los que no se cree.
El PP se opone a la inmigración descontrolada, pero no ve en el inmigrante un enemigo que roba derechos a los españoles. Porque es total y absolutamente falso; ni considera las estructuras comerciales de la Unión Europea unas normas que pueden ser soslayadas desde el capricho puntual- hoy sí las cumplo, mañana no- de este o aquel sector económico; ni está dispuesto a reducir a violencia intrafamiliar lo que las cifras han constatado de forma indubitable que es una violencia de género (y para quien lo dude: desde hace apenas quince años más de mil mujeres han sido asesinadas por sus parejas o ex parejas. Mas víctimas que todas las causadas por ETA en cincuenta años y nadie puso nunca en duda que eso no era violencia general, sino violencia terrorista).
A Gabriel Amat, Javier Aureliano Garcia o a Paco Góngora la noche del 10 de noviembre les situó en un laberinto endiablado. De su acierto en la elección de la salida puede depender la recuperación de la hegemonía electoral del PP y el mantenimiento de las principales alcaldías de la provincia. Ellos deberán meditar la decisión que toman, pero de sus decisiones puede depender de que la provincia se convierta en una aldea del populismo donde las voces se oigan más que las palabras y los ecos acaben por cerrar en Europa puertas que tanto beneficio nos han dado y nos siguen dando.
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