El basurero era como uno más de la familia porque podía entrar hasta el fondo de las casas con naturalidad. Llegaba con su espuerta de goma y su cuña de mano y se colaba por el pasillo buscando la claridad del patio, donde se iban acumulando los restos.
Del basurero conocíamos su historia, su vida, y él también lo sabía casi todo de nosotros, como si fuera un pariente cercano. Por mi barrio venía Antonio, un basurero de Los Molinos que después reciclaba los desperdicios en su cortijo. En los días de calor, cuando llegaba a mi casa, mi madre le sacaba un vaso de agua fresca de la nevera y mientras lo saboreaba se sentaba en los trancos de la entrada a tomar aire y a fumarse un cigarro. “No se beba usted el agua de un trago. No ve que le puede dar algo”, le advertía mi madre, que a veces le recordaba la historia de un personaje que después de jugar un partido de tenis se bebió un vaso de agua fresca y fue lo último que hizo en su vida. Cuando el basurero escuchaba el relato siempre contestaba lo mismo: “Si no me he muerto oliendo la basura no creo que me muera con un poco de agua”, decía.
Los niños mirábamos al basurero con cierta distancia y procurábamos no rozarnos nunca con él. Cuando pasaba dejaba en los pasillos un rastro nauseabundo, el mimo que se iba quedando en las calles cuando pasaba con el carro repleto. La presencia del basurero era utilizada a veces por nuestros padres que nos decían aquello de “ya sabes lo que tienes que hacer si no quieres acabar recogiendo las basuras por las casas”. Y claro que sabíamos lo que teníamos que hacer: estudiar para ser hombres de provecho.
Estábamos tan acostumbrados a ver al basurero cubierto de mugre, con las ropas grasientas y la cara ennegrecida, que cuando algún domingo pasaba por el barrio vestido de limpio, nos costaba trabajo reconocerlo.
Qué duro era aquel oficio que no tenía descanso ni aunque del cielo cayeran chuzos de punta. Tengo grabada la imagen del basurero empapado de agua en una mañana de tormenta. Llovía con tanta fuerza que apenas se distinguían las siluetas en el fondo de la calle. En medio de una espesa neblina apareció, como un espectro, el carro destartalado del basurero conducido por aquel auriga del estiércol que aguantaba con estoicismo el chaparrón. Un toldo viejo cubría la montaña de basura, mientras él se protegía con un trozo de plástico que apenas le tapaba la cabeza. Llegó calado hasta los huesos, dejando un charco de agua por las habitaciones que iba recorriendo. Mi madre le preparó un vaso de café caliente temiendo que cogiera una pulmonía y no lo volviéramos a ver.
No llegó a ponerse enfermo aquel día, pero no tardamos en perderlo de vista cuando el ayuntamiento empezó a prohibir el arcaico servicio de recogida privada de la basura, poniendo en práctica aquel eslogan que tanto sonó en Almería que decía ‘Mantenga limpia la ciudad’.
Harto de la imagen tercermundista que daban los carros de mulas llenos de basura recorriendo las calles, el entonces alcalde, don Guillermo Verdejo, apretó las tuercas a los municipales para que se respetaran las normas y aceleró la puesta en marcha del nuevo servicio municipal de recogida de basuras domiciliarias en camiones. En los primeros meses de 1968 convivían en la ciudad los últimos basureros de carro y espuerta con los nuevos autofurgones que representaban una nueva forma de interpretar el servicio. Se obligó a los vecinos a utilizar cubos reglamentarios, que tenían que ser depositados en los portales de las casas en las primeras horas de la mañana. Llegaban los camiones, los operarios recogían los cubos, echaban la basura en el contenedor y hacían sonar el claxon para que los vecinos supieran que ya podían recoger los cubos.
El nuevo servicio llegó antes a las calles del centro y tardó varios años en extenderse definitivamente por los barrios de la periferia, donde la moda de los cubos reglamentarios no llegó a imponerse jamás y donde era habitual que la gente más humilde depositara sus basuras en cajas de cartón antes de que se generalizaran las populares bolsas de basura.
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