Registrando en las páginas de la historia se puede llegar a la conclusión de que nunca existió en Almería una tradición firmemente arraigada de las fiestas del carnaval. No hubo ni una organización permanente ni un hilo conductor que uniera a varias generaciones en torno a la popular celebración de invierno.
Sí se distinguen desde el siglo diecinueve, dos formas muy distintas de vivir el carnaval en la capital: la que tenían las clases sociales altas y las de los barrios más populares. El carnaval callejero fue siempre espontáneo, desorganizado, a veces caótico y casi siempre un quebradero de cabeza para las autoridades que se empeñaban en ponerle puertas al viento dictando normas que evitaran escenas indecorosas y escándalos.
Era habitual ver en la prensa bandos municipales prohibiendo los disfraces considerados ofensivos, tales como los que tenían que ver con personajes y cargos de la Iglesia y del estamento político y militar, así como aquellas coplillas que rozaran la injuria o el insulto. Era habitual también que no se permitieran las máscaras callejeras de noche para evitar incidentes y que la madrugada en carnaval solo estuviera permitida para los actos que se organizaban en salones y teatros donde reinaban los buenos modales y las formas correctas.
En 1848 la empresa de Bailes Públicos organizó bailes de lujo en los espaciosos salones del Liceo, que aquel mes de febrero se decoraron como nunca antes se había hecho. La orquesta estuvo ensayando durante varios días nuevas tandas de valses y rigodones para estrenarlos en aquellos bailes que se alargaban hasta las tres de la madrugada, una hora en la que solo quedaban por las calles los valientes que se atrevían a desafiar las normas que amenazaban con acabar en el calabozo.
En aquellas madrugadas del Liceo se podía disfrutar del auténtico tabaco de la Habana que importaba el comercio de don José de la Muela y en los anuncios de la época se podía leer una nota curiosa en la que a la hora de informar del vino champaña que se servía en los bailes se colocaba la nota aclaratoria de que era francés y no catalán, como si hubiera mucha diferencia entre uno y otro.
Mientras las damas más bellas y elegantes lucían sus disfraces confeccionados expresamente para la fiesta en los salones del Liceo, el carnaval callejero, indomable y ofensivo, inundaba los barrios periféricos donde las tabernas hacían negocio. Eran muy frecuentes los incidentes en formas de peleas callejeras. Las máscaras se utilizaban a veces para saldar deudas con otros vecinos y no era raro que la fiestas terminara en escándalo con la intervención de los guardias municipales.
En 1884 hubo un intento serio de darle al carnaval la oficialidad que no tenía. Aquel invierno se formó una sociedad integrada por comerciantes y personajes importantes de la ciudad con objeto de organizar una auténtica cabalgata que le diera realce a la fiesta. Se encargó a una fábrica de Barcelona la confección de trajes y de un busto de cartón piedra de un conocido personaje de la ciudad.
El día elegido salieron varios individuos de esta sociedad con seis magníficos carruajes que ostentaban pendones y antorchas a recibir al carnaval, que hizo su entrada triunfal en la ciudad por la calle de Granada. Amenizaba la cabalgata la banda municipal y los niños de los establecimientos de beneficencia que iban recogiendo las donaciones de los ciudadanos. Presidían la comitiva dos gigantones, un heraldo a caballo, seis coches y una carreta llamada de respeto, reservada para el personaje representado en el muñeco de cartón piedra.
El carnaval callejero y el de los bailes de la alta sociedad convivieron durante años sin que nadie pusiera los cimientos de una fiesta bien organizada tal y como existía en otros lugares. Hasta en los años del Franquismo, cuando el carnaval estaba prohibido, se autorizaban los bailes de máscaras que se organizaban en el salón del Teatro Cervantes, mientras que en los barrios la gente se disfrazaba a escondidas. No podían salir por las calles del centro con caretas ni coplas, pero si lo hacían en sus calles y en sus plazas, manteniendo una costumbre que habían ido heredando de sus mayores. Eran muy célebres entonces los carnavales de tapadillo que organizaban los vecinos de la Plaza Vieja y los del cerro de las Cruces y del Quemadero, arrabales donde nunca llegaban los municipales.
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Eduardo de Vicente