Tengo clavada en la memoria la estampa de una tarde de enero de 1970 en la que el cielo parecía tan bajo que teníamos la sensación de que subiéndonos a las azoteas podíamos rozar las nubes con los dedos. Era una tarde oscura, sin rastro del sol, una tarde cubierta de noche desde antes de que el reloj de la Catedral diera las campanadas de las cinco.
Llovía sin tregua, como una condena. A la salida del colegio, la calle de la Reina se había llenado de madres, de paraguas y de ese estado de agitación que se vivía en la ciudad cuando presentíamos la tormenta. Las luces de las calles ya estaban encendidas. Era una iluminación pobre de bombillas de posguerra, que tiritaban con el viento y amenazaban con apagarse con el primer chaparrón.
Llovía sin descanso y sin que el alcantarillado, que estaba recién estrenador, pudiera tragarse todo el agua que se había ido acumulando a lo largo de varias semanas de continuas precipitaciones.
El viento y la lluvia eran permanentes y como no daban descanso llegaron a producir averías continuas en el fluido eléctrico, sobre todo en el alumbrado público, unas veces por rotura de los frágiles cables y otras porque se fundían las bombillas de las fachadas. Las noches, en aquellas semanas, parecían eternas. A las seis de la tarde, entre el nublado y la falta de iluminación de las calles, la oscuridad dominaba en la ciudad, y sólo las luces que salían de las tiendas y de las ventanas de las casas, ayudaban a espantar aquella atmósfera de tinieblas.
El domingo once de enero el agua cayó con más fuerza. Empezó de madrugada y se prolongó hasta la noche del día siguiente. Fue un agua pareja, sin viento ni aparato eléctrico, de esa que va calando la tierra sin hacer ruido. Llovía con ligeros intervalos de un par de horas y cuando parecía que el sol iba a salir, regresaban las nubes más oscuras por el rincón de Poniente, que aquí llamamos de las panochas, para traer más agua. Fueron tres días sin tregua: domingo, lunes y martes, en los que llovió sobre mojado llevando el drama a los barrios más desfavorecidos. Salió el río con tanta fuerza que una de las atracciones de aquellos días era ir a la desembocadura ver el espectáculo del cauce completo que dejó aislados a los vecinos de la Vega de Allá, que durante varios días no pudieron pasar con el género hacia la alhóndiga. En el sitio llamado El Bobar, en la parte baja de La Cañada, sus habitantes se quedaron totalmente incomunicados a causa del gran caudal de agua que llevaban la boqueras. Los más viejos del lugar aseguraban que no habían visto nada parecido desde el temporal del año 1949.
Impresionaba ver a todos aquellos niños, en su mayoría de raza gitana, ocupando la zona del jardín, calentándose con hogueras de leña y esperando la llegada de la comida. Parecían que habían venido huyendo de alguna guerra. Los dirigentes religiosos también colaboraron. El Obispo don Ángel Suquía dio orden a las parroquias de ayudar con ropas y comida a los damnificados y ofreció los bajos del Palacio Episcopal y el Seminario por si eran necesarios, mientras que los padres Jesuitas cedieron la casa de ejercicios espirituales de San Ignacio, en el paraje del Cortijo Grande, en plena vega, donde se pudieron refugiar cuarenta afectados.
Siguió lloviendo durante las primeras semanas de enero hasta dejar un total de 115 litros por metro cuadrado lo que significaba, sumando los recogidos en el aeropuerto en los meses anteriores, que desde octubre a enero se habían acumulado 315 litros en Almería, cuando la media anual apenas superaba los 200 litros.
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Eduardo de Vicente