Cuando de niños nos colocábamos delante del televisor para ver una película y de pronto aparecían dos rombos blancos en la esquina superior de la imagen, nos mandaban directamente a la cama porque la emisión no era para menores. Tampoco la tele era un invento para niños. La vivimos como una revolución inofensiva, pero de inocente no tenía nada y se llevó por delante viejas formas de vida que parecían tan sólidas como las piedras de la Catedral.
El televisor fue un señor que se nos coló en el salón y se hizo dueño de la casa. Llegó en volandas transportado por dos empleados que nos enseñaron a manejarlo y se colocó en el mejor sitio del comedor para que todos pudiéramos admirarlo. No era un mueble ni un electrodoméstico. El televisor era uno más de la familia, un pariente con el aura de un dios que nos convocaba todas las tardes para contarnos sus historias. Tenía la magia de hacernos reir y llorar en un instante y nos invitaba a soñar con paraísos lejanos y con héroes inmortales como los que habíamos leído en los cómics.
El televisor nos invitaba a participar en una ceremonia a la que asistía toda la familia. En mi casa no solíamos juntarnos todos ni para la hora del almuerzo, pero sí cuando llegaba la hora de la película o de aquellas ‘Historias para no dormir’ que echaban los sábados por la noche. En los primeros años de conquista, cuando no todo el mundo tenía un aparato en su salón, las casas se llenaban de vecinos cuando retransmitían una corrida de toros o un partido de fútbol.
A mi casa iba todas las noches la peluquera del barrio para ver el Telediario. Con los dedos manchados de tinte, Lola ‘la peluquera’ se comía su bocadillo de salchichón y se bebía su botellín de cerveza viendo lo que pasaba en el mundo con los ojos tan abiertos como si estuviera contemplando al Mesías. Teníamos entonces la sensación de que todo lo que decía la tele era una verdad irrefutable, que los frigoríficos eran mejores si se anunciaban por la tele y que el juguete que había que pedir para reyes era el que nos ofrecían por la televisión. De lo único que dudábamos era del pronóstico del hombre del tiempo porque la experiencia nos había enseñado que cuando colocaba el dibujo de un paraguas sobre la esquina de Almería al día siguiente casi siempre salía el sol. El televisor se metió en nuestras casas y se quedó para siempre, cambiando nuestras costumbres y las formas de relacionarnos. Pasaban los años, el hermano mayor se casaba y se iba del hogar, otro se marchaba a estudiar fuera, y el único que nunca hacía las maletas, era el televisor, adorado como aquellas figuras del Corazón de Jesús que formaban parte de la memoria de las casas.
La tele se alió con las madres en sus batallas diarias para que los niños no salieran tanto a jugar fuera y fue dejando despobladas calles y plazas. La primera vez que tuve noticias de la soledad fue en una tarde de sábado de los primeros años setenta. Era una de aquellas tardes de calles desganadas, cuando ya los otros niños se quedaban en sus casas viendo las películas por la televisión. Tardes de invierno de comercios cerrados, de vida aparcada, de silencios de siesta que de vez en cuando se alteraban por el ruido del motor de algún coche rezagado.
Mientras que por las ventanas de las casas se escapaban las voces lejanas de los locutores del Telediario y la música de los anuncios, yo cruzaba mi acera para refugiarme en la soledad de los callejones sin niños. Qué extrañas eran aquellas tardes. Qué pronto anochecía. Qué herida te dejaba el silencio de aquellos escenarios acostumbrados a la vida exagerada de los niños. Qué sensación de tristeza se te pegaba en el alma cuando te encontrabas con la calle vacía, la misma donde unas horas antes lo habías compartido todo con los amigos. Era una sensación de derrota que me llenaba de melancolía, parecida a la que me embargaba cuando el maestro me dejaba castigado y me quedaba perdido como un náufrago entre las bancas vacías, más allá de las cinco de la tarde. No comprendía entonces que los tiempos estaban cambiando. Veníamos de una época donde nuestras formas de vida se heredaban y permanecían sólidas como rocas durante décadas y pensábamos que nada las cambiaría. No éramos conscientes todavía de que la televisión había empezado a mudar nuestras costumbres, nuestras formas de relacionarnos con el mundo, todo aquello que considerábamos inalterable.
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Eduardo de Vicente