Al final del verano de 1939, recién terminada la guerra, las autoridades locales de Falange pusieron en marcha un plan de propaganda del nuevo régimen en el que se incluía la construcción de monumentos en recuerdo a la memoria de los fallecidos en el bando de los vencedores.
En el mes de octubre llegó al despacho del señor Navarro Gay, alcalde de la ciudad, la propuesta en la que se le sugería y se le ordenaba que moviera todos los hilos para que cuanto antes Almería tuviera su cruz de los caídos reglamentaria. La ‘invitación’ era un auténtico ‘muerto’ que se le vino encima al alcalde, ya que tenía que encargarse de la construcción y de la financiación del monumento y de las obras, cuando las arcas municipales tenían más polvo y telarañas que monedas.
Con media ciudad batallando por el azúcar y el pan en las colas del racionamiento, con cientos de obreros parados esperando que el ministerio pusiera en marcha las obras del puerto, Vicente Navarro Gay tenía que dejar aparcados los asuntos más urgentes para poner todos sus esfuerzos en un monumento inútil, con el agravante de que se le exigía que estuviera terminado en poco más de un mes, ya que querían inaugurarlo para el 20 de noviembre, aprovechando el tercer aniversario de la muerte de José Antonio Primo de Rivera.
El alcalde, agobiado por la falta de recursos y por las prisas, presentó una moción ante la comisión gestora municipal, proponiendo la forma de financiación: “Por carecer actualmente del dinero preciso para realizar las obras con fondos municipales, someto a la consideración de la comisión gestora esta moción para que las cantidades de dos mil pesetas procedentes de un donativo de los asentadores de la alhóndiga; mil quinientas pesetas que como subvención por la feria de ganados ha de enviar la Dirección General de Ganadería y las cuatro mil quinientas pesetas que la Dirección General de Prisiones ha de remitir por compensación de gastos hechos en la prisión, sean destinadas a la construcción de dicho mausoleo”, escribió el señor Navarro Gay en el documento fechado el 17 de octubre de 1939. La propuesta no se llegó a ejecutar, y finalmente se desestimaron estas fuentes de recaudación y se optó porque el dinero para pagar los gastos de la cruz de los caídos saliera de la cantidad recaudada de la venta de “la recuperación de artículos que se encontraban en poder de los rojos”.
Previamente, el señor Langle, arquitecto municipal, ya tenía confeccionado el proyecto que le había sido ordenado, cuyo presupuesto rozaba las diez mil pesetas. “El modesto proyecto actual se compone de un macizo central, en el que dejará en vacío la forma de la cruz”, explicaba el arquitecto en el informe que dirigió al ayuntamiento.
Inmediatamente se pusieron en marcha todos los mecanismos necesarios para que empezaran los trabajos con rapidez. Dos contratistas de obras se ofrecieron para realizar el monumento: Francisco del Águila y José Pozo Quesada, decidiéndose por sorteo que fuera éste último el encargado de ejecutarlas.
La obra de la cruz no tardó en convertirse en otro ‘muerto’, esta vez para el contratista, al que le exigieron trabajar con tanta prisa que se vio obligado a establecer tres turnos seguidos a diario con veinte obreros por turno, pues disponía de un mes escaso para tenerlo todo terminado. Se vio obligado a solicitar a la fábrica de la luz que hiciera las instalaciones necesarias en el andén de costa para que se pudiera trabajar de noche.
En la construcción de la cruz de los caídos del andén de costa colaboró también la empresa de los talleres Oliveros, donde se confeccionaron las doce astas de bandera, hechas de madera, que adornaron el monumento. La cruz de madera, construida de forma provisional, sirvió para conmemorar los distintos actos que en recuerdo de sus víctimas celebraron las autoridades, aunque tuvo una vida muy breve ya que en el verano de 1940 fue retirada de su emplazamiento por temor a que alguien la robara y se la llevara a su casa. Por aquellas fechas, el monumento se había convertido ya en un urinario furtivo junto al Parque Viejo.
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