Había muchos veranos a lo largo del año. Había un verano que se intuía en abril, en aquellos domingos de ramos en los que nos quitábamos la rebeca para ir a ver la procesión y mostrábamos por primera vez nuestros brazos blancos como la cal después del invierno.
Había un verano de armarios y baúles, cuando en las casas las madres tendían la ropa corta en los ‘terraos’ para que les diera el aire. Había todo un verano en esa eterna primavera de las primeras comuniones, cuando estrenábamos zapatos blancos y pantalones cortos, y había un verano que nos parecía eterno cuando llegaba el mes de mayo y las tardes nos invitaban a cabalgar.
En la infancia los años los resumíamos por veranos, como si todo lo importante que nos había ocurrido hubiera sucedido siempre en verano. Los veranos eran la estación más esperada para los niños callejeros porque se terminaba el colegio y los días eran eternos. En las casas no conocíamos el invento del aire acondicionado y como mucho teníamos un modesto ventilador, por lo que el mejor remedio para el calor era salirse a la calle a tomar el fresco.
Los veranos empezaban ese primer día de junio que dejábamos de tener colegio por la tarde. Era un anticipo de las vacaciones en una época en la que los niños teníamos clase por la mañana, de nueve a doce y media, y por la tarde de tres a cinco. No ir a la escuela por la tarde nos abría un nuevo horizonte, un territorio que lo teníamos olvidado y que era ancho y profundo, el de las tardes que se prolongaban hasta que llegaba la noche.
Unas semanas después llegaba el último día de clase, el del boletín con las notas finales, el de las despedidas. Siempre tuve la sensación de que el último día de clase suponía un punto y aparte en nuestras vidas. Cuando tres meses después regresábamos al colegio, ya no éramos los mismos. El verano nos había echado una mano para dar otro estirón y todos llegábamos tan cambiados como si nos hubiéramos bebido varios años de un trago.
El inicio del verano nos regalaba nuevos escenarios: la playa, el cine de noche, la calle a deshoras, y a muchos la posibilidad de cambiar de casa. Casi todos teníamos algún amigo que cuando daban las vacaciones se marchaba con su familia a pasar el calor en un pueblo o en un apartamento de Aguadulce, que por aquel tiempo empezó a ponerse de moda como segunda residencia. El comienzo del verano nos traía también nuevos juguetes que la televisión se encargaba de promocionar hasta convertirlos en imprescindibles. Aquel invento de la ‘bola loca’ en el que había que atrapar la bola con una ventosa y aquella revolución del ‘hula-hop’ al que con tanta facilidad se adaptaron las niñas, que movían el aro alrededor de la cintura con la elegancia y con el estilo que nunca pudimos tener la mayoría de los niños que nos apuntamos al invento.
El verano no era un paraíso para todos. Aquellos que aprobaban tenían la felicidad en sus manos, pero los otros, los del suspenso y los del muy deficiente, tenían que afrontar una dura travesía del desierto que empezaba unas semanas después en la puerta de la academia de un profesor particular. La academia venía a ser la prolongación del colegio pero con un componente de desarraigo que la hacía más angustiosa. Allí llegaban los perdedores, desanimados por el verano que les esperaba, con esa sensación de soledad que sentían cuando entraban a una clase nueva donde no conocían a nadie. Aquellos estudiantes derrotados paseaban con desgana los libros y las libretas por las calles del barrio, mientras que los otros niños corrían detrás de la pelota con la felicidad del que tiene todo el verano por delante.
Los veranos terminaban después de la Feria. En Almería siempre tuvimos la sensación de que había un verano oficial, el del calendario que marcaba el 21 de septiembre, y un verano sentimental que para nosotros duraba hasta que se iba el mes de agosto y se acababan las fiestas. El día después de la Feria, la ciudad recuperaba su pulso de pueblo y los niños regresábamos a la cruda realidad.
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Eduardo de Vicente