Todavía queda gente despistada: nada más salir de casa para comprar macarrones, una señora con aspecto de forastera me para en la desolada Plaza de la Catedral y me pregunta que si es fiesta local porque ve que todo está cerrado y no hay gente.
Se veían ayer a media mañana solo palomas picoteando mollas de pan frente a la puerta de la Seo almeriense, sin que hubiera nadie por allí que se las pudiera haber arrojado. Más abajo, Eduardo Pérez parecía una calle fantasmal salida de un capítulo de Walking Dead. Ni rastro de Serafín el peluquero, con la persiana bajada. En la taquería La Lupe, Guille bebía una jarra de cerveza como un vikingo, anunciando que cerraba La mala. Y Las obras de la calle Trajano varadas como el esqueleto de un cetáceo en la orilla de una playa. 25 grados de temperatura en la calle y los almerienses enclaustrados en sus casas, oyendo música, haciendo crucigramas o ventilando los dormitorios, excepto los que hacían la compra en los supermercados y caminaban cargados de bolsas, algunos con caras extraviadas como la de Anthony Perkins en Psicosis ocultando a su madre seca. Dos mesas tan solo ocupadas en el Colón y el Paseo un mar de asfalto sin tener que esperar al verde de los semáforos para cruzar.
A Juan, que vende cupones en el kiosco enfrente de Sfera, su jefe le ha dicho que tiene que cerrar ya, “porque estamos en estado marcial”, juramenta. El comercial Miguel Zapata camina también por allí, asustado al enterarse de que han suspendido la Semana Santa de Sevilla y la de Almería viene de camino. “Terrible”, dice Miguel sin medias tintas y sin dejar de caminar. En la entrada del Mercado Central reina Raina con sus flores vistosas, con sus búcaros de petunias. La gente se lleva flores, sobre todo las abuelas: si hay que estar en casa que sea con un buen ramo en la mesa del comedor.
En el Mercado sí hay vida, que corre por las venas de esos pasillos en los que rivalizan las verduras con los encurtidos, los colores de la fruta con el tamaño de las calabazas. Se ha tendido una cinta para hacer guardar a los clientes una distancia de seguridad. Allí está Antonio Cano que dice que lo más que está vendiendo estos días son patatas y cebollas. En la pescadería, una tendera se ríe con un meme en el móvil donde se ve gente en una playa: “Han dicho pandemia, no pa’Denia”. Queda poco género: unos chopitos, unos calamares, una cabeza de rape. “No nos han dejado ni poner los precios, se lo han llevado todo, a las 7 de la mañana ya había gente haciendo cola” asegura Lucía, del puesto de Juan Morato, mientras secciona con la faca unas patas de pulpo.
Se ve gente por la calle lanzándose besos con la mano para evitar el contacto, hasta que uno caza un beso de verdad, como el que sale al campo y se tropieza con un trébol de cuatro hojas, un morreo furtivo junto a una pared lateral del Teatro Apolo: detrás de un arbolito, aprovechando un poco la umbría, un muchacho abraza y besa a una mujer con una pasión propia de la 'era precoronavirus'. Allí estaban los dos tórtolos -y yo sintiéndome como un Félix Rodriguez de la Fuente- semiocultos, agarrados por la cintura y cuello, comiéndose la boca, en un gesto ya casi clandestino, como queriendo decir, como dijo Ingrid Bergman en Casablanca: el mundo se va a la mierda y nosotros nos enamoramos.
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