En mi infancia, allá por los años finales de la década de los sesenta, todavía quedaba en activo alguno de aquellos viejos barqueros que los domingos paseaban a las familias por todo el litoral de la ciudad por un precio módico. Atrás quedaban, ya perdidos en el tiempo, los días en los que la figura del barquero formaba parte de todo aquel universo que se desplegaba en torno al balneario de la playa de las Almadrabillas, cuando era costumbre que familias completas vinieran de los pueblos a tomar los milagrosos baños de mar que tanto aconsejaban los médicos para afrontar con las defensas renovadas la larga temporada de invierno con sus resfriados inoportunos y sus peligrososas gripes.
El 16 de julio, día de la Virgen del Carmen, comenzaba la temporada de baños antiguamente. Se decía que aquel día tan señalado, la Virgen bendecía las aguas, por lo que la gente acudía a las playas a mojarse los pies y a santiguarse. El verano también empezaba en julio, cuando los escaparates del ‘Río de la Plata’, una de las tiendas importantes en los primeros años del siglo pasado, se llenaban de trajes de baño de última moda. Por esas fechas las instalaciones del Balneario Diana se ponían a punto: abría su terraza, colocaba las cuerdas con corchos que penetraban en el mar para servir de quitamiedos, y ponía en marcha su servicio de barcas de paseo. Los barqueros oficiales estaban allí, en el balneario, y en un almacén conocido como ‘Casa de Botes’, donde se podían conseguir barcas durante todo el año. Era un barracón de madera, desgastado por los años y la erosión del mar, situado en un trozo de playa que existía en la desembocadura de la Rambla de Maromeros, actual Avenida del Mar. Durante la guerra civil el viejo almacén cerró sus puertas y durante años se quedó abandonado hasta que en 1949 un grupo de marineros vocacionales pusieron allí la primera piedra de lo que más tarde sería el Club de Mar.
Se alquilaban barcas con o sin patrón para hacer rutas por las playas, el Puerto, la Garrofa, el Palmer y Aguadulce. Los domingos por la tarde, la bahía se llenaba de estas pequeñas embarcaciones desde donde se podía disfrutar de una panorámica impresionante de la ciudad, con sus desgastados muros derramándose por el cerro y las torres de las iglesias asomando la cabeza por encima de los edificios. Los mejores clientes de los barqueros solían ser las familias que venían de los pueblos a tomar los nueve baños que recetaban los médicos y que tantos beneficios reportaban para la salud: mejoraban la circulación de la sangre, estimulaban el apetito y servían como relajante para los que sufrían de tensión alta y problemas nerviosos. Los baños más curativos eran los que se tomaban por la mañana temprano con el estómago vacío. Formaba parte del ritual beberse una limonada en ayunas, que tenía efectos depurantes en el organismo, antes de zambullirse durante diez minutos en el mar.
Existía también un servicio de alquiler de barcas espontáneo, el que ofrecían los marineros para ganarse un sueldo los días en los que no salían a la mar. Era habitual que muchos pescadores propietarios de botes no se embarcaran en verano porque les salía más rentable quedarse en tierra y trabajar con su bote llevando gente de paseo.
El 15 de enero de 1911 no quedó un bote ni una barcaza libre en Almería. Antes de las ocho de la mañana todas las embarcaciones disponibles formaron parte de una comitiva que ocupó el Puerto formando dos largas filas frente al dique de Levante, donde tenía que atracar el yate ‘Giralda’ con Alfonso XIII a bordo. Los barqueros hicieron su agosto aquel día. La ciudad se llenó de visitantes, con gente que venía de los pueblos cercanos para no perderse el acontecimiento. La tarde antes de la llegada del Rey, los barqueros no pararon de dar viajes con personas que querían ver de cerca el cazatorpedero ‘Audaz’, que había llegado a abriendo la expedición de buques.
Los paseos por la bahía no solían alejarse mucho de la orilla por temor a que se levantara viento y el mar se pusiera peligroso. Tampoco solían realizarse a la luz de la luna, salvo en las noches de Feria, cuando la zona costera de la playa, desde el Muelle de Levante hasta el Cable Francés, se llenaba de botes alumbrados con pequeños farolillos de petróleo que parecían luciérnagas en medio del mar. Desde las barcas se podía ver el gran espectáculo de los fuegos artificiales iluminando la ciudad y la bahía.
En 1920, don Carlos Jover, propietario del balneario y un grupo de barqueros, dirigieron una protesta al ayuntamiento quejándose de que la proliferación de golfos en la zona de la playa estaba amedrentando a muchas familias que habían sido molestadas por estos ‘maleantes’. Enterado del caso, el Gobernador Civil, Sanz Matamoros, adoptó varias medidas para “adecentar la playa en la época de baños”.
Decretó que se aumentara la vigilancia en la zona poniendo una pareja de policía permanente y la recogida de golfos y mendigos que tanto importunaban a los bañistas robando ropa y pidiendo limosna. Esta medida de ‘limpieza’ sirvió para que los barqueros pudieran seguir trabajando y que sus clientes se sintieran protegidos.
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Eduardo de Vicente