Conozco a muchas personas entre amigos, colegas de trabajo, familiares, que en un instante sienten la necesidad de comer algo dulce o salado o beber un refresco. No lo pueden remediar. Se lo pide el cuerpo o la mente o, pudiera deberse a una bajada o subida de tensión, falta de potasio, magnesio, calcio, qué sé yo. Usted me entiende, seguramente conoce a seres humanos con estas necesidades repentinas e, incluso, le puede suceder a usted mismo. A mí me ha ocurrido, lo confieso. He tenido la irresistible y compulsiva urgencia de vestirme con ropa de color, pero no de cualquier color, no, llamativos, horteras podría decirse, sin conjuntar unos con otros. Súbitamente me ha entrado un porqué será de apartar los grises, los azules oscuros, los marrones, y ni les cuento el negro. Así que me he ido colocando un verde chillón sobre un rojo pasión, amén de un amarillo limón junto con el blanco color blanco de esperanza. Tal vez haya sido la pájara del confinamiento, quizá el deseo de ahuyentar esta perturbación.
Al abrir la ventana observo aún cerradas las de mis vecinos. Debe ser, por decir algo, que están relajando las costumbres, que total para qué. A falta de saludo mañanero, oiga, se lo digo como lo siento, que empieza a echarse en falta el buenos días recíproco. Virgen de las Angustias, quién me lo iba a decir hace unos cuanto días. Decía que, a falta de saludo, he entretenido el rato en no quitar ojo a dos gatos en el alféizar de la ventana de enfrente. Uno es negro, el otro atigrado. El espacio en el que se mueven es muy estrecho. Se miran fijamente. El negro da un paso adelante, el atigrado se arquea. El negro retrocede, el atigrado se relaja. Cada uno quiere hacerse amo del territorio. El atigrado se lame los bigotes, en tanto el negro le mira con recelo. Sin venir a cuento, al menos para mí, los dos se erizan. Intuyo gresca al canto. El atigrado levanta la pata delantera izquierda, el negro se enrosca con la cola rígida, señal, me parece, de actitud agresiva. La persiana de la ventana comienza a elevarse y los dos gatos salen de estampida. Fin del espectáculo felino.
Tras la persiana una ventana. Detrás de los cristales un vecino. El vecino abre la ventana. Tengo la sensación de estar viendo una película a cámara lenta. El vecino murmulla un buenos días. Como si se hubieran puesto de acuerdo, suben las persianas, se abren las ventanas, comienza la cortesía diaria, el gesto de saludo, el cruce de frases consabidas tales como “un día más”, “un día menos”, “¿todos bien? “Sí, de momento, todos bien, gracias. Hoy está un poco nublado”, “seguro que levanta”, “esperemos, por lo menos que veamos el sol”, y así de seguido hasta que uno de mis vecinos me pregunta si voy de fiesta. ¿Cómo que si voy de fiesta, qué fiesta? No, lo digo, me dice, por tu vestimenta. Ya ves, le respondo, por alegrarme el día, sabes que yo, sin dudarlo, me quedo en casa.
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