La partera eterna de Carboneras

María Josefa ponía agua a hervir mientras el padre fumaba nervioso y la madre sudaba y apretaba

María Josefa navarro nació en Cueva del Almanzora en 1922 y se avecindó en Carboneras.
María Josefa navarro nació en Cueva del Almanzora en 1922 y se avecindó en Carboneras.
Manuel León
07:00 • 29 mar. 2020

Miles de hijos de Carboneras nacieron de sus manos al expulsar la placenta y amarrar con maña el cordón umbilical. Ni un solo niño se le murió, en el instante supremo del alumbramiento, ni una sola madre, a esta mujer sagaz que sabía adivinar con precisión numismática cuándo era el momento de venir al mundo. 



María Josefa Navarro Pérez, la partera más longeva de la provincia, vive aún con 98 años en el pueblo donde formó una familia, con una calle rotulada a su nombre y con una colección de recuerdos almacenados en su memoria. Recuerdos ligados sobre todo al trabajo rutinario, pero al mismo tiempo colosal, de asistir en el momento preciso en el que asomaba una nueva vida. Años duros en los que esta matrona, con más de 40 años de servicios, recibía el aviso para salir hacia cualquier cortijo de cualquier anejo de Sorbas, de Carboneras o de Mojácar, de madrugada, encima de un mulo, en ocasiones con su hijo Juan José metido en un capacho porque no sabía dónde dejarlo y tenía que darle el pecho. 



Después, con el tiempo, detrás de su marido fragüero, se subía en una moto a la que llamaban Martirio porque cada dos por tres fallaba y los dejaba tirados en el camino, a veces con frío y con lluvia y la parturienta esperando en el catre con dolores de sietemesino.



Pocas mujeres en esta provincia como María Josefa han sabido afrontar de manera tan preclara las penalidades de la vida con el recurso de su inteligencia rural, siguiendo a Einstein, quien dijo que la creatividad nace de la angustia. 



La comadrona eterna de Carboneras nació en Cuevas del Almanzora en 1922. Hija de un herrero que hacía carros y coches de caballos, se quedó pronto huérfana de padre y le tocó vivir la Guerra ya con conocimiento de mujer, viendo cómo sacaban a los señoritos para darle el paseo y demás fechorías de aquellos días aciagos. Su abuelo tenía un comercio de ultramarinos en el pueblo y le respetaron la vida, porque en esa época de penurias, cuando los mineros no podían pagar un céntimo, les daba fiado el arroz, el poco bacalao que llegaba, el aceite y hasta el tabaco. Su madre pudo salir adelante porque era una hábil costurera cosiendo mantelerías y juegos de cama para los ricos del pueblo, mientras ella estudiaba en el Colegio San Vicente de Paúl y luego en el Instituto.



En el año 38, como faltaban maestros por la Guerra, a los que habían hecho tercero de bachillerato como ella, les permitieron acceder como maestros para dar clase en escuelas anejas y en cortijadas.



 María Josefa se presentó y le dieron la plaza en el Campico del Honor, en Sorbas, al lado de Gafarillos, y después en Los Loberos. Tenía solo 14 años y la misma estatura que una mujer y enseñó a leer y a escribir a alumnas mayores que ella. La gente estaba hambrienta y a veces le pagaban con huevos o con pellejos de aceite de estraperlo. En Gafarillos conoció a una compañera maestra que había sido taquígrafa en el Senado y le enseñó el oficio hasta poder escribir 80 palabras por minuto.



Un verano que acabaron las clases, se fue con sus hermanos a Barcelona donde vivía un pariente a que ellos aprendieran el oficio de ebanista y ella corte y confección, que se pagaba dando clases particulares. Allí se presentó también a unas oposiciones al Banco Español de Crédito y aunque sacó plaza, la rechazó porque ganaba más cosiendo y como maestra que las quinientas pesetas que le pagaban en el banco, cuando un abrigo valía ocho duros en unos almacenes de la Vía Layetana y diez pesetas un vestido de organdí. 


Un verano de vuelta, conoció a José Núñez, herrero de Carboneras, con el que se casó y con el que se fue a vivir a ese pueblo de esparteros y marrajeros. María Josefa lo llevaba en la sangre, en los genes, no quería quedarse quieta y se puso a estudiar para comadrona, porque de chica, en su Cuevas natal, había visto muchas veces a una vecina partera traer hijos al mundo. 


Se preparó en anatomía y en fisiología y se matriculó en el Hospital Provincial e hizo más de un año de prácticas en Granada. También se hizo practicante en ejercicio libre. Hasta que salieron unas oposiciones que se iba preparando las noches que no tenía parto, criando a dos niños pequeños, con una vela y tres tazas de café para no dormirse. Joaquín González, que era el secretario del Ayuntamiento de Carboneras, había sido asistente del poderoso Carrero Blanco y la recomendó al almirante. De cuatro mil opositores, sacó el número 354 y el día que volvía a Carboneras, el ministro franquista, al que hicieron volar con goma 2 en uno de los primeros atentados de ETA, le dijo: “Antes de que tu supieras la nota, la sabía yo, y no te hubiera hecho falta recomendación”.

Era 1958 y ya con sus oposiciones la destinaron a Mojácar y después, con una permuta, consiguió plaza en Carboneras. Cada parto costaba 25 pesetas, pero la gente en vez de pagarle con dinero, le llevaba garbanzos o un trozo de carne para que pusiera un cocido. Agua no había entonces en el pueblo había que llevarla de una noria para los partos.


Trabajó mucho María Josefa, como una mula, pero disfrutaba viendo la felicidad de las familias, del padre esperando nervioso en la habitación de al lado fumando tabaco, de la madre, llorando de alegría al ver a su retoño. Algo que para María Josefa no tenía precio ninguno, aunque a pocas fiestas de San Antonio podía ir en su pueblo adoptivo:  siempre había un caso urgente de atender en el Llano de don Antonio o en la Cueva del Pájaro, en alguna casa rica o en alguna casa pobre, no hacía distingos.


Vivió también el progreso de Carboneras, los cambios, la llegada de madame Dominique, de Rafael Lorente, de Tomatis, de André Bloc, aunque el globo se pinchó rápido, cuando tanto intermediario intentó sacar tajada. 


Cuando su marido estaba fuera, ella salía a pie a las seis de la mañana para ir visitando cortijos y a las nueve ya estaba pinchando a los enfermos en la Casa del Mar, en jornadas maratonianas de 12 y 14 horas de trabajo honesto, cuando no había ambulancias, cuando siempre sabía adivinar el momento preciso del nacimiento, con solo colocar las manos en el vientre de la madre.


En 1987 se jubiló, le hicieron un homenaje en Diputación y le dieron el diploma de Colegiada de Honor, sin recibir ninguna queja de ni un solo pacientes, después de cuatro décadas ayudando a nacer, ayudando a vivir a tantas generaciones de carboneros que ahoras son hombres y mujeres y que siguen recordando a la mujer que les ayudó a venir al mundo.



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