A estas alturas, en las que seguimos más encerrados que Ana Frank, nadie podrá negar que el confinamiento es un género literario (también humorístico: hay chistes del confinamiento como hay chistes de Lepe) tan honrado como puede ser la literatura de viajes que tanto le cundía, por ejemplo, al bueno de Manu Leguineche cuando se encerraba en su casa de la Marina de la Torre de Mojácar.
Por eso, puedo escribir, con todo el derecho, que en las cumbres de las Montañas Rocosas que son mi altillo, he guardado dos mantas hasta los próximos fríos (por cierto, qué triste es reconocer que la última vez que estuvimos en un bar aún era invierno); o, que esta mañana he probado las aguas transparentes de esos fiordos noruegos que son mi bañera: o, que las vistas de los Acantilados de Montgrí, de los que se tiró media vida escribiendo ese catalán contradictorio que era Josep Plá, aparecen ante mí cuando asomo la cabeza por mi ventana como un galápago a las 8 de la tarde.
Al hilo de tanto viaje programado que se ha quedado en esbozo y que podían haber cambiado la vida de tanta gente y que ya no lo harán, he recordado – hasta que no podamos vivir, vivamos de recuerdos- al ojear una revista que los géminis nunca hemos creído mucho en los horóscopos. Pero al echar un vistazo rápido a mi signo, leí: “Esté atento porque en unos días vivirá una gran aventura en un viaje de placer”. Ya nunca más creeré, aunque quiera creer, como el San Manuel bueno mártir de Unamuno. Unos días antes del confinamiento -cuando esa palabra aún no impregnaba nuestro diccionario vital- entregué un reloj de pulsera que atrasaba en ese viejo taller que hay en Santos Zárate y que no recogí; también saqué un libro de la Biblioteca de la Diputación que debería ya haber devuelto, y debería haber pagado la porra de la lotería que le debo a un compañero. Hay tantas cosas que han quedado interrumpidas y que no sabemos qué será de ellas… no sabemos si para algunas habrá borrón y cuenta nueva o pegaremos los trozos o comenzaremos de nuevo lo que sea o diremos con tono de amnistía que “lo que pasó en el Coronavirus se queda en el coronavirus”.
Si de algo está sirviendo esta experiencia eremita es para comprobar que vecinos que apenas se saludaban en el rellano, ahora, con la bulla balconera, han hecho suya la canción de Los Manolos. A propósito, se echa de menos alguna aparición de Luis Rojas Marcos en estos tiempos tan de él. Lo que sí ha aparecido, es una nueva promoción publicitaria de Loewe en paradas de bus de la ciudad desierta, donde se ve a un tipo con bigote canalla y un perfume a su lado, sin público que lo pueda mirar en estos días vacíos. Impactar con esta campaña es como querer vender gafas de sol en el Londres de Sherlock Holmes.
Llamé ayer al teléfono de asistencia a ancianos que viven solos que ha habilitado Diputación para saber qué les preocupa a los mayores. Me dijo Angeles, una de las asistentes, que el Domingo de Ramos les telefoneó una abuela para preguntar si podía poner una bandera de punta a punta en su balcón, “por hacer algo”. También, que llaman inventando excusas para poder hablar. “Eso es lo que más quieren: hablar con alguien para matar el miedo”.
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