Almería en los tiempos del covid-19 (XXII): La incógnita del recibo del Ego

Clientas de una frutería situada junto a la calle del Hospital y la Plaza del Pino, todas protegidas con mascarilla.
Clientas de una frutería situada junto a la calle del Hospital y la Plaza del Pino, todas protegidas con mascarilla.
Manuel León
07:00 • 08 abr. 2020

Si algún elemento tiene visos de erigirse -con permiso del toilet paper- en icono de esta nueva era glaciar para los humanos, será sin dudarlo la mascarilla, como Naranjito lo fue del España-82. Algo que hasta hace poco creíamos que era cosa de cirujanos y forenses y que ahora forma parte de nuestro ajuar como un apéndice ortopédico.



Uno sale a la calle y se las encuentra a cada paso, como si fuera carnaval. Dime qué mascarilla usas y te diré quién eres. Hay unas que se anuncian en Amazon que son como el Ferrari de las mascarillas con válvula de exhalación para evitar la humedad, goma doble y clip nasal, solo le falta que lleve discoteca.



Hay otras de la marca Louis Vuitton, de seda arábiga, anatómicas como unos leggins y ajuste en el puente nasal. Valen 50 euros. Las hay tan blindadas que parecen un tanque y se ven por las calles de Berlín cuando en el Telediario Ana Blanco conecta con el corresponsal. Hay mascarillas abultadas, como queriendo esconder una nariz superlativa, como aquella de Góngora que ripiaba Quevedo; o tersas como una tabla de plancha, como llevar un Dina4 pegado en la boca. En realidad, no nos engañemos, nos miramos en el súper o en el ascensor y no nos reímos por que no está la cosa para reírse. Yo al menos me tengo que aguantar cuando veo a mi inofensiva vecina con ese aspecto de forajida que sale a la calle que parece que va a pegar un palo a la caja de la farmacia de las Cuatro Calles. El juego que hubiera dado este coronavirus en esta ciudad tan mordaz si hubieran estado las barras de los bares abiertas. En su lugar está Facebook, que es como una barra, pero sin cerveza y con mala leche. Qué sería de nosotros ya sin él. Me dice un amigo que recibe cincuenta solicitudes diarias de amistad virtual. Si este virus dura hasta el verano como parece -adiós San Juan, ¿adiós Feria? - la mitad de la humanidad será amiga de la otra mitad. ¿Será Trump amigo de Merkel en la red? ¿Le habrá dado algún like la alemana a su pastel de manzana?. Bueno, en realidad el americano es más de Twitter. Me he encontrado estos días, poniendo la oreja en la cola del supermercado -a un metro de distancia, claro- a dos tipos de individuos ante esta plaga del Viejo Testamento: unos, los hititas, que ven esto como un hito histórico que cambiará nuestra vida y que ya no permitirá que haya más cotillones de Noche Vieja; y otros, los amorreos, que son los que callan y amorran la cabeza como el que se tira un pedo esperando que escampe pronto.



Hoy me he encontrado en mi edificio -hablo siempre del mío porque no puedo ir a otro, disculpame Tony Fernández- a un tipo en chándal subiendo y bajando las escaleras con ímpetu deportivo y respiración agitada. Me he tenido que frotar los ojos con los guantes para creerlo. Y cuando le he preguntado que qué hacía por allí, me ha rogado que no le diga nada al presidente de la Comunidad, que es que en su edificio ya lo han pillado. Es decir que ya hay en Almería un mercado de estraperlo del ejercicio físico intramuros. Le he prometido que no lo denunciaré, siempre que no sude mucho. Hablando de gimnasia, información de servicio: el Ego no va a girar recibo este mes. 







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