Ayer me escapé de casa a la hora de los panaderos. Me llegó el impulso escuchando El Faro de Mara Torres, cuando un señor se quejaba de que su mujer llevaba tres días sin hablarle. “Eso, en estos momentos precisamente, es maltrato”, dijo el hombre compungido. Así que sin consultarlo con nadie empecé a vagar por la ciudad para comprobar qué se ve, qué se oye, a qué huele la Almería confinada en la madrugada. Me llevé un bocadillo de atún por si me daba hambre. El corazón me latía fuerte ante la aventura, a pesar de que estaba tranquilo porque llevo siempre pase de pernocta por si me para la policía: la prensa es actividad esencial. No lo digo yo, lo ha dicho el Gobierno.
Abrí la puerta del portal y me dí de bruces con la nada más absoluta: ni un basurero, ni un murciélago revoloteando a la luz de la farola, mudo el campanario de la catedral. Atravesé el campo de minas de Trajano y llegué al Paseo y después por Rueda López a La Rambla, a los confines de la ciudad antigua.
Allí estaba el Cayetana, sin los veladores amarrados con candado junto a la puerta como de costumbre. No vi ningún jabalí, ni ningún chacal, ni ninguna cabra montesa en esa oscuridad. Vi, eso sí, el neón apagado del Burger King y la tienda 24 horas a su lado, donde en otro tiempo estarían horneando minipizzas calientes para los profesionales de la noche. Me puse delante de la puerta metálica enorme del Celia Viñas, como de presidio de Alcatraz, esa puerta que lleva un mes sin ser franqueada, sin escolares ni profesores, sin risas nerviosas ni carrerillas por el pasillo. Por el asfalto no circula nadie, aunque adivino a lo lejos una bicicleta rodando, pero no puede ser, serán visiones mías. Paso por la calle de un Premium que seguirá cerrado hoy, mañana y hasta quién sabe cuándo. Habrá botellas de Brugal a medio consumir en las repisas, durmiendo El sueño eterno de Humphrey Bogart y estarán todavía las pisadas de los últimos que perrearon en la pista de baile en aquella madrugada funesta del 13 de marzo. La mayoría de los edificios están apagados, excepto algunos pisos de los que sale una luz mortecina como de flexo. Quizá algún opositor a notarías. Es una madrugada extraña, no se ven estrellas, no se ven vagabundos. Lo que sí veo es a Federico, en su busto de piedra en la placita, y lo saludo con la boca llena. Y después paso por el Hospital Provincial que está tranquilo, con el servicio de urgencias vacío, con su guardia jurado reglamentario en la puerta fumando un cigarro, muy distinto a Torrecárdenas, donde a esa hora se estarán cambiando muchos sueros.
Quiero ver la Puerta Purchena y subo deprisa y está ahí como una gran plaza de toros vacía, sin un alma, pero brillante de luces. Y bajo por el Kiosco Amalia y paso por el bar Sacromonte, donde hace mucho tiempo estuvo la Bodega Tébar, especializada en callos y mollejas. Encima vive Ramón, el alcalde, a quien imagino dando vueltas, insomne, quizá levantado, quizá mirando ese gran mapamundi de corcho que preside su despacho doméstico. En una tapia de la calle Antonio Vico leo un grafiti que dice “Que el amor nos salve de la vida”, firmado Pablo Neruda.
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