Estábamos rodeados de soldados: por un lado los que estaban destinados en el cuartel de la Misericordia, que según se decía entonces llevaban una vida de reyes, y por otro los soldados del campamento de Viator, que llegaban a miles en cada remplazo para llenar de vida la ciudad los fines de semana, cuando la camioneta bajaba cargada de jóvenes hambrientos de diversión y de libertad, dispuestos a gastarse lo poco que tenían.
Los domingos, las calles se llenaban de reclutas, que iban siempre en grupo mirando escaparates y buscando un bar decente donde encontrar un menú barato. Solían frecuentar mucho el bar ‘El Comandante’, en la esquina de la calle Murcia, donde se tomaban la primera caña cuando llegaban de Viator y la última, cuando al anochecer regresaban para coger la camioneta.
Cuando bajaban del campamento se apelotonaban ante las cabinas de teléfonos para llamar a sus novias y decirles a sus familiares que estaban bien y que los echaban de menos. Qué sensación de soledad ver aquellos aprendices de soldados, desamparados, tan fuera de contexto, paseando como sonámbulos por una ciudad que no era la suya, metidos en aquella ropa militar que les arrancaba la personalidad de cuajo.
Los quintos necesitaban diversión cada vez que salían del campamento para olvidarse de la mili que le quedaba por delante y de tantas órdenes y tanto tiempo perdido, por lo que bajaban a la ciudad buscando bares, cines y discotecas. Recuerdo que también solían ir al fútbol cuando llegaba a Almería el equipo de su tierra. Los soldados rasos gozaban en aquel tiempo del pequeño privilegio de la rebaja en el precio de las entradas. Los veíamos amontonarse en la grada más barata, animando con nostalgia al equipo de su ciudad.
Las tardes de los domingos llenaban los cines del centro. Algunos entraban a la primera sesión, veían la película, se echaban la siesta y salían de noche, con el tiempo justo de montarse de nuevo en la parrala y regresar al campamento para el toque de retreta. Otros se pasaban las horas hacinados en la barra de un bar o persiguiendo muchachas por el Paseo. Echarse una novia les hacía más llevadera la mili, pero no lo tenían fácil mientras fueran disfrazados de militares sin graduación y apestando a cuartel. Por eso, cuando los reclutas cogían experiencia, se buscaban un amigo de Almería para poder cambiarse de paisano en su casa, o convencían al dueño de un bar para que les guardara el traje militar por unas horas.
Vestidos de paisano se lanzaban en tromba a los bares de las Cuatro Calles y a las discotecas de moda buscando la compañía de una mujer. En los años sesenta solían ir a los bailes que se organizaban en el Club Náutico y en los setenta eran fieles clientes de la discoteca Lido, en la calle Álvarez de Castro, y de el ‘Fortres’, en la calle Real.
Se movían en grupo y desde lejos se les notaba su condición de soldados de remplazo, como si todos estuvieran cortados con la misma tijera. Las madres de Almería solían aleccionar a sus hijas para que no se relacionaran con los quintos, porque no eran de fiar, porque no llevaban buenas intenciones, porque bajaban con las hormonas a flor de piel y lo único que buscaban era una novia pasajera para pasar los meses de mili y luego, “si te he visto no me acuerdo”. Pero no todos buscaban lo mismo. Hubo casos de muchachos formales que haciendo el servicio militar en Almería se echaron una novia y después se casaron con ella.
Había reclutas que bajaban tan desesperados de Viator que no perdían el tiempo ligando en discotecas y optaban por buscarse una mujer por el camino más directo. Preferían ir al grano y se perdían por el laberinto de callejuelas que rodeaban la plaza del ayuntamiento, buscando el barrio de Las Perchas. Los niños, cuando los veíamos aparecer en manada, les indicábamos con la mano el camino que tenían que seguir antes de que ellos nos preguntaran nada.
Los reclutas eran el pan tierno de las putas en las solitarias tardes de domingo. Cuando había poca clientela, las prostitutas eran generosas con ellos y les hacían precios especiales por grupos, como en el fútbol.
Los soldados estaban tan integrados en la ciudad que llegaron a formar parte de la tramoya del cine. En marzo de 1969 muchos se convirtieron en extras y participaron en el rodaje de la película Patton. Las dieciocho compañías se trasladaron al desierto de Tabernas y a los parajes de Cabo de Gata para tomar parte en escenas de batallas en las que hacían falta miles de soldados.
El campamento de Viator se quedó prácticamente vacío, sólo con los soldados de guardia y de retén y el personal mínimo de servicio. Posiblemente, muchos de aquellos reclutas escribieron la página más brillante de su vida jugando a ser actores sin nombre ni apellidos.
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Eduardo de Vicente