Ahora que llevamos dos meses con las peluquerías cerradas, empiezan a verse por las calles las primeras consecuencias del parón obligado de los barberos. Se ven más barbas de lo habitual y los pelos más largos, como si de nuevo regresaran ‘los melenudos’ que estuvieron de moda hace ya cincuenta años.
Llevar melenas fue en aquel tiempo mucho más que una moda. Fue un símbolo generacional, la bandera de una juventud que ya no se emocionaba con las marchas militares ni con los cánticos de la Iglesia y anunciaban una época nueva luciendo sus largas caballeras y enfundados en sus pantalones vaqueros. Éramos muchos los niños que nos quedábamos con la boca abierta cuando veíamos a los adolescentes lucir sus largas melenas. Uno empezaba a hacerse un hombre no cuando regresaba del servicio militar, como sucedía unos años antes, sino cuando conseguía que en su casa su padre le permitiera llevar el pelo largo.
Cuando en nuestro barrio se reunían los melenudos, los menores los mirábamos con envidia porque a nosotros no nos permitían esa libertad y nos teníamos que conformar con lucir aquellos flequillos rectos con los que parecíamos de la misma familia y del mismo colegio. Nos veíamos ridículos tan pelados y tan iguales, mientras que los mayores se presentaban ante las muchachas con sus recién estrenadas cabelleras que olían a champú de huevo y a brillantina. Era habitual entonces que el melenudo llevara en el bolsillo trasero del pantalón un peine para ir retocándose el cabello cada diez minutos.
Los melenas triunfaban en las calles, en las pandillas y en los bailes, pero no gozaban de buena prensa entre los mayores, que seguían confundiendo la formalidad con ir bien pelado. Cuántas veces, cuando estábamos delante del televisor y salía un cantante desmelenado con pinta de hippy gritando en inglés, el cabeza de familia intentaba restablecer el orden diciendo: “No lo deberían sacar en la tele con la pinta de guarro que tiene”, y añadía: “¿Es que eso es música? Si parece que está ladrando. Si ni él sabe lo que está diciendo. Si no habla en cristiano. Si lo ves por detrás y no sabes si es un hombre o es una mujer”. Y sin decirnos nada nosotros ya sabíamos que cantar en cristiano, que ir como Dios manda, que parecer un hombre de verdad era salir al escenario como lo hacía Manolo Escobar, perfectamente rasurado, oliendo a colonia y con su traje y con su corbata impecables, que como decían nuestras madres “daba gloria verlo”.
Llevar melena era tener mala pinta y cuando alguno de nuestros hermanos llegaba a la casa con un amigo que llevaba el pelo más largo de lo habitual se disparaban las alarmas de urbanidad y escuchábamos aquella cantinela tan repetida del dime con quién andas y te diré quién eres o aquél discurso donde un padre acababa diciendo: “Si fuera hijo mío no lo dejaba entrar en mi casa. A ese lo que le hace falta es una mili. Yo cuando tenía su edad llevaba ya diez años trabajando”.
Todavía, en aquella época, el servicio militar era una frontera inexpugnable en la vida de un joven y había un antes y un después. Uno iba a la mili a hacerse un hombre, a recibir a grandes dosis la disciplina que ya se había quedado vieja en las casas y cuando volvía, aunque sólo hubieran pasado catorce meses, del muchacho que se fue sólo quedaba el nombre.
La moda de la melena varonil se fue imponiendo. En Almería llegó con el retraso de siempre, y no fue hasta los primeros años setenta cuando acabó generalizándose hasta convertirse en una seña de identidad de la juventud. Hubo que superar muchas batallas en los comedores familiares para que la melena dejara de estar bajo sospecha. “Una noche me levanto y lo peló al rape mientras está durmiendo”, decía el padre, y la madre, más comprensiva por lo general, le contestaba: “Déjalo, si la llevan todos los muchachos. Es la edad”.
La melena les daba un toque de rebeldía pandillera, como una bandera al aire con la que iban anunciando que los tiempos estaban cambiando. A los niños nos gustaba ir a la Plaza de San Pedro para ver a los melenudos cantando sus himnos alrededor de una guitarra, cuando aquel que sabía tocar una canción de los Beatles era un Dios.
La estética de la melena fue también la de los pantalones vaqueros permanentes. Ver a un melenas con traje era imposible, y ya fuera lunes o domingo, el melenas no se quitaba el vaquero ni para dormir porque formaba parte de su estética. Era una prenda de referencia como también lo fueron los pantalones de campana y aquellos abrigos de lana que llamaban trencas, que fueron la indumentaria oficial de los inviernos.
Hay una estampa muy común que definía a la juventud: su pantalón vaquero o de campana, su jersey ceñido de una talla menos o su camisa también estrecha y abierta en el pecho, el paquetillo de Ducados bien adosado a la cintura y el peine de plástico metido en el bolsillo de atrás, junto a la cartera, para no descuidar la melena y llevarla siempre a punto.
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