Uno se imagina esos pequeños talleres de costura de la ciudad donde cuelgan de una percha, enfundados en plástico, tanto traje de marinerito o de princesa; esas tiendas de arreglos donde quedaron flotando esos vestidos para la fiesta de graduación en Las Jesutinas o para una boda de postín en el Hotel Catedral.
Ahí estarán, solitarias en la noche, todas esas prendas congeladas por el destino, esperando a ser rescatadas algún día, aunque su cometido haya ya caducado. Como esas tintorerías, joyerías, relojerías, donde se depositaron artículos para ser limpiados o reparados en el plazo de unos días y donde aún siguen, con el tíquet de resguardo del cliente hundido en algún monedero. Como quedó tanta carne y pescado en las neveras de bares y restaurantes esperando para ser consumidos ese fin de semana de marras en el que fuimos estabulados o ese vino clarete con el que llenó Pepe el del Montenegro las botas de su bodega y que ahí seguirá en la oscuridad del roble. Tantas citas previstas, tantas fiestas programadas, tantos amores que pudieron ser y que ya no serán, desde aquel 15 de marzo, porque cada cosa tiene su momento. Todo abortado -veremos a ver los cotillones de Noche Vieja- en este ‘coitus interruptus’ cósmico que nadie hubiera imaginado.
Pero uno tiene también la sensación de que hay quien rema a gusto en este mar brumoso, que se siente feliz en este tiempo de cautiverio indefinido, en este alivio de luto que padecemos, como aquella María Josefa -el personaje de la madre en La Casa de Bernarda Alba- que en aquella reclusión casi perpetua con sus hijas daba muestras de encontrar su felicidad. Han aparecido muchas Maríajosefas estos días en Almería, cancerberas o cancerberos de la pureza confinada, del “aquí no sale nadie porque está prohibido”. Las redes se inflaman de Torquemadas amenazantes que llegan al insulto y a las amenazas si se enteran de que un vecino ha hecho gimnasia en la azotea: “A quien vea por la calle sin perro o sin compra lo denuncio”, “de aquí no sale ni Dios hasta Navidad o es que os queréis morir”. Los seres humanos somos catastrofistas por naturaleza, acentuadores de todo, poniendo tilde a aquellos hechos que no lo necesitan, queriendo convertir mesetas en macizos montañosos. Gente que nada como pez en el agua en estas coronaaguas para lanzar mensajes apocalípticos de destrucción moral, de naufragio económico, inventando moros muertos para poder coserlos a lanzadas. Le dijo ayer Javier Cercas a Ana Blanco en el Telediario que la felicidad no es tan novelesca como la tristeza, que el bondadoso no tiene la épica del malvado, que las noticias canallas circulan mejor que las afables. Y debe llevar razón. Ayer dijo también Simón que los territorios sin grandes tasas de contagio -como el caso de Almería- podrían ser los primeros en sentir la emoción de la desescalada. En aras a ser justos, entonces, los primeros de la lista deberían ser los vecinos de Benitagla y Las Tres Villas, aunque ahora lo emocionante de verdad es abrir el frigo y toparte con una lata de cerveza cuando creías que no quedaban.
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