Solía decir Scott Fitzgerald (El Gran Gatsby, 1925), uno de los escritores más borrachos de la historia con permiso de Hemingway, que bebía porque cuando bebía pasaban cosas. Yo, salvando las distancias, cuando salgo pasan cosas para poder escribir esta crónica. (Ya pueden empezar a prender la hoguera de las redes mis queridos torquemadas por salir a la calle, pero no voy a dejar de hacerlo, con mi mascarilla reglamentaria y mi acreditación).
Me encaminé ayer por el costado de la Iglesia de San Sebastián y comprobé que la cola de menesterosos en el Comedor de la Milagrosa ha crecido en este tiempo en el que estamos más confinados que Napoleón en Santa Helena. No me parecieron los indigentes de siempre, desaseados. con la mirada perdida, con sus bolsas atadas a la cintura, con sus perrillos falderos entre las piernas. No. Los de ayer era gente más parecida al almeriense común. Allí estaba una fila de más de treinta personas esperando el rancho como en una guerra, sin hablar mucho entre ellos, agachando la cabeza quizá para no ser reconocidos. Había gente de todas las edades, unos con mascarilla, otros sin ella, un amplio espectro de los nuevos ciudadanos que necesitan ayuda para comer caliente.
El comedor está atendido por las Hermanas de la Caridad. “Antes dábamos 70 u 80 menús diarios, ahora 130 o 140”, cuenta Sor Angeles Cárdenas, una cordobesa que es la madre superiora y que lleva 13 años en Almería haciendo el bien a secas, sin adjetivos. Ayer comieron macarrones, hamburguesa y arroz con leche, que se llevan en tapers, porque el comedor se cerró a raíz del virus causante de esta crisis que no habrían sido capaces de crear ni bancos ni tiburones financieros que se precien. Después, cada uno come donde puede: en su casa si tiene casa o en un banco o sentados en una acera, pinchando la pasta con el tenedor de plástico, en algunos casos con un cartón de vino cerca. “No son los pobres de siempre, ahora hay nuevos, gente bien vestida, que vienen con un poco de vergüenza, gente que trapicheaba con la chatarra y así vivían, pero ahora no hay chatarra y vienen a que les demos de comer”, informa Sor Angeles, quien ha pasado también por centros de Vera y Chirivel. ¿Y no echa usted de menos su Córdoba la llana? “No señor, vine porque quise”.
A las 7,30 de la mañana principia a moverse el zafarrancho de sartenes, guisos y peroles para saciar tanto apetito proletario, cuando la cocinera, la pinche y dos limpiadoras están ya en perfecto estado de revista. “Me hace gracia cuando dicen que no salgamos de casa, si la mitad de los que vienen aquí a por comida no tiene ni casa”.
En la puerta de al lado está Caritas y la subdirectora, Pepa Jurado. No dan abasto estos días: “Nos piden el doble, ropa, comida, zapatos, hay mucha gente que se ha quedado en paro con los Ertes y no han cobrado, estamos haciendo jabón con aceite sobrante y lo estamos dando y nos traen patatas y cebollas para repartir”. La frase que más se repite cuando llaman es: “Estoy atrapado en casa con niños y sin poder trabajar”.
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