No éramos conscientes de lo que nos gustaban nuestras rutinas hasta que las hemos perdido: los atascos en Las Almadrabillas, compadrear con los amigos, la algarabía de los viernes, el olor a gimnasio, que él camarero te pregunte qué va a ser, que el peluquero te consulte cómo lo quiere, que la gitana de los décimos te ofrezca siempre el 69 para viajar al Polo Norte.
Dentro de poco, cuando acabe esta alucinación, quizá sea a la inversa y nos producirá ternura acordarnos de nuestra mascarilla de batalla como de una canica de nuestra infancia o de la paciencia que gastábamos para abrir las bolsas de la frutería con los guantes puestos, - ¿verdad Federico Landín? - o de nuestro kit de pijama y zapatillas. Mientras eso ocurra o no, una vez que el tiempo lo macere, nos quejamos amargamente de este tedio, de estos casi dos meses perdidos, como la Arboleda de Alberti, como el tiempo de Proust, como los paraísos de Emile Dickinson. Pero qué son dos meses en la vida de uno, cuando algunos perdieron tres años con una novia equivocada en el Instituto o un año entero dando un curso de guitarra por correspondencia que no te sirvió ni para tocar ‘Romance anónimo’ en las reuniones familiares.
Los chinos -qué no viene de allí- gastan un proverbio desde la época de Lao Tse: “Ojalá vivas tiempos interesantes" que es como una maldición, pero que tiene también como un halo de inmortalidad, de épica, como aquel Aquiles, el de los pies ligeros, que prefirió ir a Troya y morir en la batalla que vivir una larga y apacible vida pastoreando el rebaño. Sufrimos, pero estamos asistiendo a hechos sin precedentes, a pequeñas heroicidades cotidianas. Hemos visto cosas estos días que creíamos que jamás veríamos: un cura de Adra bailando por Chayanne, jabalíes pastando en el césped de la Rambla, alcaldes como el de Fiñana de mozo de reparto, las Cuatro Calles desiertas un viernes por la noche, el Dúo Dinámico resucitado, un árabe convirtiéndose en el tipo más generoso del mundo para Almería. En dos meses quizá estemos cambiando más que en dos años, preparándonos para afrontar una nueva vida quizá con más cautelas de las que habíamos vivido hasta ahora. Hubo niños que el domingo no querían salir a la calle, cuando su ADN es salir a correr, a jugar.
Escuché el otro día al psicólogo Miguel Arranz decir que algunos van a tener cierto temor a salir, después del largo cautiverio, y que lo haremos con miedo, mirando a derecha e izquierda, como el pájaro que no quiere abandonar la jaula. Quedan aún incógnitas por resolver de esta ecuación antes de volver a la normalidad con garantías. Y damos ya por buenas medidas paliativas que dos meses atrás nos aterrarían: mamparas en los chiringuito o media hora para tomar un desayuno en un bar. Quién controlará el tiempo, qué camarero dirá “oye fulano, ve apurando el descafeinado que te quedan siete minutos.
Y los churros, a nadie se le ha ocurrido aún llevar churros a domicilio ahora que se lleva de todo, hasta Ramón está lanzando ya en moto las tortas de camarón del Bahía de Palma.
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