Los pueblos de la Alpujarra almeriense han comenzado la vuelta a la normalidad con una fase que no se contempla en los papeles de la desescalada de Pedro Sánchez: después de más de mes y medio cerradas a cal y canto, las puertas de las casas ya se abren, por fin, a la calle, algo que, por su carga simbólica y sentimental, y más allá de cualquier normativa publicada en el BOE, podría interpretarse como la mejor señal de que, en efecto, todo puede volver a ser como antes.
Terque Paca Romero, de 83 años, no ha pasado del tranco de la puerta desde que comenzó el estado de alarma por miedo al coronavirus, a pesar de que en Terque, de algo menos de 400 habitantes, no se ha confirmado ningún caso.
Pero este sábado abría la puerta de su casa por primera vez, para contemplar desde el interior y a través de los arcos de su porche, el tranquilo trasiego de sus vecinos por la plaza de la Constitución, presidida por el Ayuntamiento y un majestuoso olmo centenario flanqueado por dos castaños salvajes.
“El virus ha cerrado todas las puertas, pero ya se empiezan a abrir”, para celebrar este primer día de libertad relativa en los pueblos de menos de 5.000 habitantes, como dice Antonio Velasco Uribe, sentado junto a Paca en el recibidor de la vivienda. Al contrario que su vecina, Antonio, a sus 75 años, ha mantenido su actividad habitual y ha visitado a diario su finca, donde cultiva al aire libre naranjas, tomates, pimientos, cebollas, melones y sandías. “Apenas tengo que salir al supermercado para comprar cerveza o vino”, afirma.
“Aquí estamos los que estamos, y este primer día no se ha notado mucho”, comenta Emilio Torres, otro vecino. Aunque él diga que en Turre, un municipio envejecido, como todos los de la comarca, “ya no hay ni pájaros”, mientras habla, sobre las doce del mediodía, canta un gallo despistado y el trinar de los gorriones y los mirlos nos acompaña en el recorrido por el pueblo, donde incluso “se ha vuelto a recuperar la población de la tórtola y el gorrión de cuello colorao”, como nos informa didácticamente Antonio Velasco.
Repican las campanas de la iglesia cuando visitamos a Emilio Cortés, propietario desde hace más de 30 años del supermercado y estanco del pueblo, situado justo frente a una cabina telefónica que el Ayuntamiento ha querido mantener como reclamo turístico, puesto que la gente ya ni siquiera sabe si funciona. No funciona.
“La clientela aquí ni sube ni baja, somos los que somos”, nos dice detrás de una pantalla de protección colocada sobre el mostrador. En este momento no lleva mascarilla ni guantes, al igual que su hijo Alejandro, aunque otros vecinos sí caminan por las estrechas calles de la localidad provistos de esta protección, si bien en muchos casos ajenos a la nueva normativa gubernamental que les permite una libertad horaria para las salidas.
Íllar Pese a que la situación es muy similar en estos pequeños pueblos de la Alpujarra almeriense respecto a la mínima o nula incidencia del virus -a excepción de la residencia de mayores-, hay una diversidad enorme en lo que se refiere a las medidas para protegerse del contagio, desde quienes no llevan ninguna a los que cumplen rigurosamente las recomendaciones sanitarias.
En la entrada de Íllar, en cuyas calles se mantienen colgados los banderines de las fiestas de invierno de primeros de marzo, encontramos a Blas Hernández, vendedor de la ONCE de 64 años, que viene de comprar suavizante para la ropa y roscos, típicos de esta época del año. Provisto de mascarilla, pero sin guantes, asegura, en cambio, que al llegar a casa se lavará las manos primero con lejía, sin agua, y después con gel hidroalcohólico, para no dejar la mínima posibilidad al contagio. Blas solo espera volver al trabajo cuanto antes, “después de la ruina que han traído los chinos” y pretende jubilarse con 66 años. “Para estar sentado en un banco, prefiero seguir un año más”, proclama.
En la residencia de ancianos de Íllar, con una población muy similar a Terque, se han confirmado más de una veintena de contagios y dos muertes. Pero en el pueblo no se respira un miedo a la enfermedad de manera distinta a otros. Es más, sus vecinos, en su mayor parte también mayores, parecen bien informados de la excelente gestión sanitaria que se está desarrollando en el centro.
Francisco Lorenzo, un empleado municipal, sale del Ayuntamiento, aunque está cerrado. Acaba de hacer el diario y exhaustivo análisis del agua. “Lo llevo al dedillo, al igual que la desinfección de las calles y del exterior de la residencia de mayores”, afirma. Según dice, las medidas de confinamiento se han respetado razonablemente bien en el municipio, donde no ha tenido siquiera que intervenir la Guardia Civil un solo día, porque no tiene agentes municipales.
Mientras las tiendas de alimentación de los pueblos están pasando con relativa normalidad la crisis, los escasos bares de la comarca están, como en toda España, en mucha peor situación. Antonio Ramírez, propietario del café bar Los Luises, el único en Íllar, suspira y se encoje de hombros ante lo que todavía le espera: “Uff, creo que no voy a poder abrir en la primera fase, esperaré y aprovecharé para pintar y desinfectar”, dice con resignación.
Bentarique Aunque es el pueblo con menor población de nuestra visita, en Bentarique (de unos 240 habitantes), vemos también las primeras puertas de las casas abiertas tras mucho tiempo y los primeros niños del día, que montan en bicicleta y corretean por los aledaños de la plaza del Ayuntamiento.
Son los nietos de José Romera Nieto, quien les acompaña y que fue, precisamente, quien denominó este lugar como plaza de la Constitución -al igual que hizo con otras vías, la mayoría con antiguos nombres relacionados con el franquismo-, durante su mandato como primer alcalde de la democracia en el municipio.
“Mi nuera está sola con los tres niños, mi hijo está trabajando como camionero y he sacado a los niños a la calle un poquillo para que jueguen”, explica quien fuera alcalde durante ocho años del pueblo, que se declara todavía convencido simpatizante socialista. Romera, de 71 años y ya jubilado, cree que lo sucedido en España con el coronavirus era muy difícil de gestionar: “Ningún político querría que pasara lo que ha pasado, ni podría imaginar que moriría tanta gente como ha muerto, si no se ha hecho más o no se ha actuado antes será porque ha sido muy complicado de prevenir”, dice.
“En este pueblo tampoco se ha confirmado ningún contagio, hemos aplicado las precauciones a rajatabla y vivir aquí es ahora también, como el resto del año, un privilegio, aunque haya parecido estos días un pueblo fantasma”, sostiene María de los Ángeles Salmerón, con la bolsa de la compra en el brazo y guantes de látex en las manos, mientras camina por la calle Real hacia una de las dos tiendas de la localidad. “La mascarilla solo me la pongo para entrar en la tienda”, aclara.
Alhama de Almería La actividad en las calles de Alhama de Almería, que supera los 3.600 habitantes, no tiene este primer día de la fase cero de la desescalada nada que ver con los pequeños pueblos vecinos.El buen tiempo y los 27 grados de temperatura han animado a la población a echarse a la calle, aunque tampoco se trata de las aglomeraciones de deportistas y paseantes que se han visto en la capital y en otras grandes ciudades de España.
Carmen Hernández y Toñi, dos trabajadoras municipales, barren con alegría las calles del centro. “Esta mañana he visto corriendo a gente que nunca corre”, bromea Carmen, puesto que ambas coinciden en que, en Alhama, el confinamiento se ha cumplido también escrupulosamente, como prueba que solo se haya registrado un contagio.
Una de las principales arterias del pueblo, la avenida que lleva el nombre de Nicolás Salmerón, su más ilustre ciudadano y presidente de la Primera República, era al mediodía un continuo ir y venir de vecinos, algo que se puede acercar a la normalidad, por mucho que la mayoría de sus negocios se mantengan cerrados y de que, según apuntaba Emilio Burgos a la salida de una tienda con sus dos perritos bichón maltés, “es la misma gente que suele aprovechar estas horas para comprar cada día”.
Pero no es solo eso, porque por primera vez en mucho tiempo, los mayores han podido salir a la calle, aunque sea para sentarse en un banco. Es el caso de Nicolás Iborra, quien no recuerda cuántos años tiene -¿80, puede ser? se pregunta a sí mismo, mientras observa atentamente a los paseantes, asido a su bastón. “Cuando me canse, me subo para arriba, dice, absorto, mirando a la calle que conduce a su casa.
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