Para los niños del barrio, la Alcazaba empezaba a los pies de la torre de la Vela, después de dejar atrás el primer recinto con sus flores y sus jardineros. El primer recinto era entonces un escenario que tenía más aspecto de parque que de monumento, un sitio familiar donde iba la gente a echarse fotografías, donde las parejas de novios subían los domingos para estrenar la cámara que alguien le había traído de Melilla.
La Alcazaba escondida, la misteriosa, la que nos permitía fugarnos del mundo y del guarda, aparecía al otro lado de la campana de la Vela. Subíamos por aquellos desgastados escalones y jugábamos a lanzarle piedras a la campana para que volviera a dar las horas como lo hacía antes, tal y como nos habían contado los mayores.
La mirábamos desde abajo buscando con los ojos aquella inscripción que tenía grabada en su borde donde decía: “Me llama Santa María de los Dolores. Reinando Carlos III. Año 1765”.
Nos impresionaba aquella campana cargada de historia y nos preguntábamos cuántas veces habría avisado a los almerienses de la presencia de barcos enemigos y cuántas madrugadas habría guiado las horas. “Tres cosas tiene Almería que su grandeza revelan: la Catedral, la Alcazaba y la Torre de la Vela”, decía un viejo verso que recitaban los mayores, los mismos que nos habían contado la leyenda de que el día que empezaron a fundir la campana el mismo monarca envió una moneda de oro para que formara parte del nuevo armazón.
Cuando nosotros la conocimos era más un recuerdo, un trozo de historia, que una realidad. Lejos quedaban los buenos tiempos, cuando la campana de la Vela servía para anunciar las embarcaciones que llegaban al puerto y para alertar a la población de los momentos de peligro. Después se usó como reloj para la hora del agua de la vega y para marcar con sus toques las horas durante la noche, provocando a veces las quejas de la vecindad que tenía problemas para conciliar el sueño. Hasta los sordos se enteraban de las horas en la madrugada cuando retumbaba en el silencio de la noche el sonido de la histórica campana.
La historia de la campana estuvo también marcada por épocas en las que dejaba de sonar y la ciudad se quedaba sin centinela. Ya en septiembre de 1842, la corporación municipal acordó “que la campana situada en La Alcazaba continúe marcando por las noches con sus toques las horas en los intermedios de éstas, y la aproximación de naves de guerra durante el día, u otras novedades de importancia que en la mar notase”, quedó plasmado en el acta municipal.
Se acordó también, para evitar el absentismo del campanero, algo habitual en esa época, establecer un sueldo como incentivo para el cumplimiento de su trabajo: “se estima justo que el soldado que custodia el citado fuerte y que está obligado a dar los toques que sean necesarios, sea remunerado por su trabajo y se le gratifique con tres reales diarios de los fondos municipales”.
La campana de la Vela siguió funcionando, con sus silencios habituales que a veces se prolongaban durante meses, hasta que con el estallido de la guerra civil se quedó muda durante tres años. Al terminar la guerra la ciudad se planteó la necesidad de ponerla de nuevo en valor como así lo refleja un artículo aparecido en el ‘Yugo’ el 1 de abril de 1940: “En ese paredón derruido de La Alcazaba está situada la campana de la Vela, que ya no toca y que durante muchos años rasgaba el silencio anunciando las horas de la noche. Dicen que con las reformas en el recinto la campanita almeriense y evocadora volverá a sonar”.
La vieja campana volvió a tener vida en la Feria de 1941 para saludar el paso de la procesión de la Virgen del Mar. Tres meses después, en la noche del siete de diciembre, se reanudó la tradicional costumbre del toque de la campana, que desde las diez de la noche a las cuatro de la madrugada empezó de nuevo a marcar las horas. Su vuelta levantó algunas protestas de los que se despertaban en la madrugada con los toques de la bendita y tozuda campana.
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