Si hay algo que hemos aprendido en esta encerrona es que todos tenemos una obsesión. A Pedro Sánchez, por ejemplo, le ha dado por llamarnos compatriotas, como si fuera Mel Gibson con su falda tableada de William Wallace; a Santiago Abascal le ha dado por atusarse su barba semita y cada vez se parece más a aquel rey Darío al que derrotó Alejandro en Gaugamela; a Sergio Ramos, más artista, le ha dado por tocar el piano.
Todos hemos sacado a relucir sin querer, en estos días de retiro espiritual, alguna chifladura que nos ha dejado retratados en nuestras conversaciones con los demás, en las redes sociales, en los hilos de Wasap. Ha habido -las está habiendo aún- manías gregarias como las del papel higiénico o muy íntimas como redescubrir a Krishnamurti: al menos hay un caso, que yo conozca, en Almería. Entre el papel del culo y el iluminado hindú, cabe un universo entero: ha habido quien ha pasado horas enteras haciendo yoga y gimnasia en la colchoneta (hay un muchacho de Garrucha, Eusebio, que ha estado corriendo la distancia de Garrucha a Barcelona desde el salón de su casa, cada día más de veinte kilómetros, le llamaba la confinaruta); a otros les ha dado por devorar series de Netflix, a otros les ha dado por la limpieza, por la desinfección de todos tipo de objetos, todos los días metiendo las zapatillas en la lavadora; a un amigo le ha dado por jugar al ajedrez online con desconocidos, a otros por aprender a hacer guacamole, a una vecina por regar las macetas, a otra por tomar el sol en la terraza, al obispo le ha dado por exculpar a Dios de esta desgracia, a Gabriel Amat por ver películas del Oeste, a mis hijos les ha dado por la Play (ahí no me han sorprendido lo más mínimo) y yo he agudizado ese vicio secreto de escuchar conversaciones ajenas en la calle, en la cola del supermercado o de la farmacia, el papel de un ‘voyeur de oído’ que puede ser tan peligroso como engolfarse con el bingo.
Un hombre que vive también obsesionado es Joaquín Sánchez, de Viator. Vive obsesionado por la leche y acaba de producir el primer champán lácteo de España con el que brindar cuando todo esto acabe. Se trata de un kéfir de cabra, una bebida probiótica que toman los caucásicos desde los tiempos de Cristo y que en turco significa bendición. Lleva calostros, catorce bacterias vivas y un 1% de alcohol por la fermentación natural de la grasa de la leche y todo eso lo hace en su pequeño laboratorio lácteo de Viator, donde estuvo el establo de su padre. Joaquín es un veterano vendedor de leche y quesos naturales. Nació -dice- debajo de una vaca y desde niño, antes de ir al colegio, cada mañana limpiaba con un trapo las tetas del animal, las ordeñaba y repartía la leche en cacharras con la bicicleta.
Hemos vuelto a la leche, al pan, a las cosas naturales y hemos descubierto también, en este tiempo célibe, que no hay escala de valores que valga, que todo depende. Que para vivir no se necesita tanto. Que hace unos meses no nos imaginábamos sin nuestros planes para ir a Londres en vacaciones y ahora, un rato de playa en El Zapillo puede ser lo más grande.
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