La emoción que despertó un submarino

Carlos Jover y el alcalde Iribarne fueron los promotores de donar una bandera al sumergible

Acto solemne de entrega de la bandera de Almería al comandante del submarino en el dique de Levante en  1923
Acto solemne de entrega de la bandera de Almería al comandante del submarino en el dique de Levante en 1923
Manuel León
07:00 • 10 may. 2020

Pocas veces el puerto de Almería había conciliado tal expectación: el Malecón se llenó de carruajes rumbo al dique de Levante, donde se había levantado un altar, una tribuna y un pasillo alfombrado. Las embarcaciones de recreo brujuleaban como salmonetes alrededor del torpedero y de la flotilla del submarino que había llegado desde la base de Cartagena. Los jovenzuelos de Almería porfiaban por hacerse con la mejor vista desde el cantil y el morro aparecía esa mañana de domingo de septiembre de 1923 adornada con testeros de flores y guirnaldas. En la tarima, los escudos de España y de Almería rodeados de gallardetes y un arco de laurel. Una imagen de la Virgen del Mar, patrona de la ciudad y de la Virgen del Carmen, ministra de la Marina, presidían la escena. El obispo con capa y mitra estaba a punto de proceder a la bendición.



Era ese el solemne acto -en ese tiempo todos los actos eran solemnes- por el que los almerienses regalaban una bandera con el escudo de la ciudad bordado por las manos de las mujeres al submarino A3 de la Armada Española. Un estandarte que había estado largamente expuesto en los escaparates de la Casa Sempere y que había sido motivo de orgullo para todos.



Eran esos unos años marcados por la guerra de Marruecos, por ese ambiente belicista en el que Almería jugó un rol destacado con su Regimiento de la Corona y con su fondeadero como puerto base de las tropas expedicionarias para vengar el Desastre de Annual de 1921. Esta pequeña historia en la que los almerienses se volcaron como casi nunca, tuvo como promotor al concejal Carlos Jover, propietario del Balneario Diana, unas semanas antes de la Feria de Agosto.



 Buscaba, con ese acto simbólico, dar realce a los festejos e invitar a personalidades que pudieran promocionar la ciudad. Contó con el inmediato respaldo de todos los munícipes, encabezados por el alcalde Antonio Iribarne Scheidnagel, que celebraron la idea.



 En julio ya se iniciaron los preparativos con la compra de la tela, el hilo de oro y la seda de los capullos para que hábiles manos de mujeres bordadoras tuvieran a punto la enseña para los días feriados. 



Almería, como el resto de España, quería olvidar los fracasos en Africa, la crisis económica, la inestabilidad de los gobiernos, y se disponía a celebrar su semana grande. El empresario de la Plaza de Toros, Pérez Cordero, anunció la llegada del exitoso matador Pastoret y se programaron hasta cuatro trenes botijo cargados de aficionados granadinos dispuestos a disfrutar de la feria almeriense. Se prepararon también verbenas en el Balneario Diana, una velada veneciana frente a la bahía, corridas de cintas, partidos de football y la inauguración de un nuevo alumbrado de feria en el Boulevard del Príncipe y hubo ese año también procesión cívica hasta el Pingurucho de Los Coloraos. Los primeros vehículos se habían empezado a ver por el Paseo comercializados por el agente Viciana, que rivalizaban con los coches de caballos.



La bandera para el sumergible cartagenero fue sufragada a través de una suscripción popular abierta en los periódicos y en muy pocos días se logró la cantidad precisa. Todo estaba programado para que se realizara la entrega y bendición el 17 de agosto, pero se retrasó un mes, con la decepción de muchos, porque el sumergible había entrado para reparación en los astilleros militares.



Pasó agosto, el país estaba nervioso y de Madrid llegaban cada vez más telegramas inquietantes. El 13 de septiembre, el capitán general de Cataluña Miguel Primo de Rivera, protagonizaba un pronunciamiento militar que fue, de inmediato, apoyado por el monarca traidor Alfonso XIII.


 Acababa así toda una larga tradición de turno de partidos entre moderados y liberales que había presidido el amplio territorio de la Restauración. Tuvo que dimitir el presidente del Gobierno, Manuel García Prieto, y se inauguró un nuevo tiempo en España y en Almería, en el que muchos clamaban para que se recuperara el prestigio perdido en la Guerra de Marruecos. 


En Almería, el gobernador militar Sánchez Ortega se mantuvo expectante en un primer momento, pero terminó por abrazar el nuevo régimen dictatorial y el Regimiento salió a la calle al día siguiente recorriendo las principales avenidas entre los aplausos de la gente. El alcalde y los ediles acudieron a cumplimentar a la nueva autoridad y firmaron su adhesión al rey, excepto el republicano Miguel Granados Ruiz. Se inauguraba un nuevo tiempo en Almería en el que nombres como Antonio González Egea, Francisco Rovira, José Benítez o José Rocafull iban a acrecentar su relevancia. De facto, no fueron cambios traumáticos y, de hecho, algunos munícipes continuaron gestionando la Casa Consistorial.


Tan solo tres días después del inicio de la Dictadura de Primo de Rivera, tuvo por fin lugar ese acto tan esperado por los almerienses, en el que se cristalizaba la entrega de la bandera de la ciudad al submarino cartagenero. Aún le dio tiempo a Iribarne, el alcalde liberal, aunque de familia moderada, a presidir el acto junto al obispo Fray Bernardo Martínez Noval. Iribarne pertenecía a una familia emparentada desde antiguo con la política local: su abuelo ya había sido presidente de la corporación en varias etapas moderadas del periodo isabelino y también presidente de la Diputación en 1875, su padre Francisco Iribarne, casado con la burguesa Fernanda Scheidnagel, era un popular abogado que compatibilizaba su oficio de leyes con el de las letras llegando a firmar varias obras de teatro y a fundar el periódico La Lealtad. 


Antonio Iribarne, quien había sido también presidente de la Junta de Obras del Puerto, se casó con Antonia Castro y dio lugar también, a través de su hermana, Constanza, a la amplia saga de profesionales almerienses emparentados con el derecho y la política, conocidos como los Oña Iribarne. La mayor decepción de Antonio Iribarne, ese alcalde que falleció un año después, fue el telegrama que le llegó unos días antes del rey diciendo que no podría asistir al acto de la bandera “porque aún se encontraba disfrutando de la temporada de baños”.



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