Almería en los tiempos del covid-19 (XLVIII): De la cuarentena a la sesentena

Comercios como esta tienda de Ale-hop en la Puerta Purchena han ido levantando paulatinamente la persiana al pasar a la Fase 1 del desconfinamiento.
Comercios como esta tienda de Ale-hop en la Puerta Purchena han ido levantando paulatinamente la persiana al pasar a la Fase 1 del desconfinamiento.
Manuel León
07:00 • 16 may. 2020

Oigo a Martín Soler en la radio hablar del virus y caigo en la cuenta de que me gusta más el biólogo que el político. A fin de cuentas, todos los hombres y mujeres somos muchos hombres y mujeres al mismo tiempo. Oigo a Martín y pienso que me agrada esa música, porque rezuma sosiego al explicar las cosas como antídoto contra tanto guirigay; y un rato después salgo a comprar y me paro en un panel en el Paseo que dice “ante la duda, sentido común” y me hago también discípulo de esa medicina. A veces la calle supera a la mejor ficción, porque al lado del cartel municipal aparece una pintada con rotulador que dice: “Yo no fui al Lengüetas. Firmado El caracol".



Tenemos la sensación de haber hecho los trabajos de Hércules con esta cuarentena que ha alcanzado ya la sesentena. Y, sin embargo, por lo que oímos de los que saben, no hemos hecho nada, solo desatascar los hospitales, que no es poco, aunque en Almería no hemos llegado en ningún momento -toquemos madera- a esa línea roja. Sin embargo, ha vuelto a desmadejarse el contador provincial con 18 nuevos contagios, cuando ya se celebraba el retroceso.



Nuestro ladino compañero covid, que ha viajado como Marco Polo de China a Venecia, sigue ahí, vivo y coleando, al acecho, esperando cualquier fallo en una huella, en una gotita de saliva, en su mundo microscópico; sigue ahí, instalado en su ‘dolce far niente’, en su haz de ARN, sin plan ni estrategia marcada, como un incendio de verano que progresa y progresa y va calcinando al albur de los vientos. No disienten estos individuos entre ellos, no establecen debate político, no tienen que ir a votar a ningún congreso, van todos a una, como un ejército de mamelucos, y crecen y se multiplican siguiendo el mandato bíblico de Yahvé. No tienen otra razón de ser que esperar, aguardar el fallo del cancerbero, para anidar en un nuevo huésped y hacer millones de copias hasta matarlo y morir ellos también. Todo virus tiene un instinto suicida dentro.



Nos hemos dado una tregua, a la que eufemísticamente hemos llamado desescalada. Todo se intenta que vuelva a la normalidad, pero no puede haber normalidad que valga. Intentamos hacer oídos sordos, cerrar los ojos, pero ahí sigue el mamón, con sus cifras letales, subiendo y bajando como una montaña rusa, mientras un feriante dueño del Tren de la Bruja se queja en televisión de que se le ha jodido el invento y que de qué va a comer ahora. Hemos hecho cortafuegos, pero la llama sigue viva en la sierra, a pesar del trabajo de los bomberos. Nos hemos escondido dos meses como ovejas, pero el lobo sigue ahí fuera, esperando nueva carne fresca que moder.



A veces estallamos de euforia viendo imágenes de gente en playas y terrazas, deseando  ver el final del túnel, pero la ciencia nos dice que seguimos aún en la casilla de partida, a pesar de esa competición pueril entre comunidades por pasar de fase, como si se lograse medalla, cuando es, sobre todo, una responsabilidad mayor, hasta que no se grite el  ¡eureka! de la vacuna. Es difícil todo esto, muy difícil. Tantos años conviviendo con la gripe, sin prestarle atención más allá de la justa, y ahora todos postrados, como mirando a La Meca, ante este nuevo enemigo invisible, nacido de un murciélago, al que, por ahora solo, podemos contraatacar con agua y jabón, como a un vampiro con una cabeza de ajo.






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