Si hay una cosa que cuando salgamos de verdad -sin frenillo- nos va a encantar, es que vamos a estrenar ciudad: el flamante sendero hasta la Alcazaba por la calle Pósito ya alicatado, la calle del emperador romano resplandeciente, la nueva Plaza Careaga como una patena y hasta la herrumbre del Cable Inglés, brillante como la cabeza chupada de una cigala en Casa Joaquín. A este paso, quizá lo mismo nos encontramos con que ya podemos coger el AVE a Madrid. Estate atento José Carlos Tejada.
Las calles de Almería van recuperando perezosamente su paisaje. Qué ganas de volver a vivir que se advierte en la gente. Volvemos a ver a Carrete, como era habitual, quién no lo ve cuando sale por el centro. Sospecho que debe tener algún doble porque hay quien se lo ha encontrado casi al mismo tiempo en dos sitios diferentes. Ayer, al filo del mediodía, descansaba a la sombra, apoyada su fina estampa en una pared de la calle Rueda López, con su ristra de décimos en la mano. Es un nuevo Carrete con mascarilla quirúrgica derrumbada sobre el mentón, pero con el mismo gesto flamenco de siempre. Con él vuelve la ilusión de la lotería como volverá también esa gitana, que mesa a mesa, va ofreciendo cada mediodía con tenacidad gregoriana el 69 como pasaporte para un viaje al Polo Norte. El Parrilla Pasaje va también poco a poco recuperando la normalidad del café con leche, de ese tonelito en la puerta que cotiza al alza, con esos camareros que actúan ya más como guardias urbanos que como camareros: “respete la distancia señora”. Pero la barra, ¡ay! la barra. Parece que las barras de los bares están llamadas a convertirse en reliquia, como aquellas otras barras de helado al corte.
Tiene el Paseo de Almería la fama, mientras una de sus vías vicarias -Reyes Católicos- carda la lana, sobre todo desde que se convirtió en peatonal. Pero aún le falta algo a esa calle cada vez más comercial. Está la Picasso de Manolo Peral, con las puertas abiertas de par en par ya, pero parece que este tiempo de seguridad y distanciamiento no casa bien, por ahora, con esa actividad entretenida de hojear libros. Sobre todo, porque no se pueden tocar aún. Se puede comprar un kilo de cerezas sin palparlas, pero falta algo si vas a comprar un libro sin poder tocarlo. Es como cuando en época de nuestros padres, a la novia no podías tocarla, solo mirarla.
Leo el cartel de una inmobiliaria en Obispo Orberá: “La casa de sus sueños a su alcance” y me pregunto ¿Y si toda esta plaga fuese un sueño, un mal sueño cósmico? y como en el cuento de Monterroso “cuando despertemos, el virus aún seguirá aquí”; leo también ofertas de mamparas pegadas en las paradas del autobús: “tres mamparas de oficina protectoras del covid-19 por solo 141 euros”. También hay para peluquerías, que salen un poco más caras, y para vehículos, comercios y chiringuitos. Pronto habrá mamparas para protegerse de uno mismo.
La vida de una ciudad, de una época, se estudia mejor en los anuncios callejeros que en las enciclopedias. Ya no se ven tantos anuncios de colchones en las rotondas, qué habrá pasado con eso.
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