Ahora estamos en medio de un bosque en el que la maraña no nos deja ver; estamos a vueltas con las mascarillas, con las fases, con la mitad de Almería dividida entre si Simón es un malaje o un querubín; ahora estamos pendientes de quién cumple o quien no cumple, como si este postconfinamiento fuese como una exigencia conyugal en la cama; pendientes de cuándo abrirán los gimnasios, de cuándo nos ingresarán el Erte (hay quien está empeñando las joyas de su madre mientras lo cobra), de cuándo podremos volver a viajar a donde queramos y con quien queramos, con la ventanilla abierta y la música a todo trapo.
Ahora estamos pendientes de todo eso, entre tanta vegetación que no nos deja ver más allá. Pero qué pasará con este tiempo ‘cuarenteno’ que hemos pasado cuando ya no estemos. Qué quedará, que dirán de nosotros los que nos vengan a sustituir, esos quienes aún no han nacido. No creo que queden los emojis, ni las cadenas de whatsapp, ni las fotos del móvil. No creo que quede eso. Tampoco sé a ciencia cierta qué quedará y si a alguien de ahora le importará un bledo lo que vaya a quedar dentro de cien años de este lírico tiempo.
Por lo que sí apostaría es porque si algo tiene que quedar, será la palabra impresa. Así ha sido, desde Alejandría, desde los griegos. Hay cosas que nunca cambian. “Sin libros, cada generación debería empezar de cero”, ha dicho Irene Vallejo, una mujer de cuarenta años que pareciera por su voz tan experimentada que tiene 70, autora del mayor bestseller de los últimos años, que ya lleva consumidas diez ediciones en estos tiempos de más pantalla que pliego. Otra cosa que apunta a bestseller de nuestro tiempo es el ozono. Una sustancia que sirve para purificar el aire y que ya utilizan algunas empresas de la provincia como, por ejemplo, Autocares Bernardo, para poner a punto su flota de autobuses. También se está utilizando estos días en los colegios y en las cocinas de los bares que vuelven a abrir. Pero si hay un desinfectante tradicional por antonomasia, más almeriense que Indalete, es la cal. La cal viva con la que nuestros antepasados encalaban los marcos de las puertas y de las ventanas como el mejor antiséptico para evitar la entrada de bichos y enfermedades; es esa cal que ha forjado el carácter de Almería, en lugares como La Chanca, donde aún se advierte esa costumbre mezclada con el azulete, con el amarillo; esa cal que clareaba las casas antigua de Mojácar, desde el Moño Alto al Corral Hernando, con pequeñas cancelas por donde entraban y salían mujeres con un pañuelo amarillo mordido entre los dientes y un cántaro como corona campesina camino de la fuente. La misma cal que ha dado luz a pueblos como Níjar o Lucainena, con sus casas y cortijos como motas nacaradas sobre paisajes resecos como calaveras.
La cal era el talismán de nuestros abuelos para desinfectar cuando las epidemias de tifus o de cólera. Ya han desaparecido -pero existieron- esos encalaores por los caminos, con su escobilla, con su escalera, con su bidón donde mezclaban cal viva y agua, ofreciendo su trabajo a cambio de una sera de higos.
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