No era un vendedor, era el vendedor, un comerciante total que dedicó toda su vida, todos sus esfuerzos y todas sus ilusiones al comercio. Le faltó vender su propia sombra y llegó a alcanzar tanto prestigio en el mundo de los negocios que las casas comerciales y las industrias más importantes de España y del extranjero se lo disputaban para que fuera su representante en Almería.
Era Guillermo Herrera, el comodín de los negocios, el hombre obsesionado por progresar, el inconformista que se acostaba y se levantaba pensando como dar un paso más en esa carrera interminable de los negocios.
Él, que partió de cero, que empezó desde el escalón más bajo, sabía el valor del esfuerzo y la importancia que tenía la formación en la vida de un hombre. Por eso, partiendo de su ejemplo, se empeñó siempre en transmitir a los suyos que para ser alguien en la vida era fundamental tener una buena base, adquirir esa educación en la infancia que te permitiría triunfar después.
Su vida fue intensa desde que siendo un niño tuvo que dejar su tierra, Vélez Málaga, para venirse a Almería a trabajar. Las desgracias familiares, que fueron marcando su existencia, empezaron cuando Guillermo perdió a su padre cuando acababa de cumplir catorce meses. Corría el año 1885.
La familia, que vivía holgadamente de una fábrica de cerámica, se vino abajo con el fallecimiento del progenitor, lo que obligó a los hijos a tener que hacerse hombres de forma prematura y a ponerse a trabajar antes de pisar el umbral de la adolescencia. En 1896, cuando Guillermo tenía doce años de edad, otro infortunio azotó la casa familiar: el hermano mayor enfermó de tuberculosis y ante el temor de que los otros niños se contagiaran, la madre los repartió con otros familiares.
Guillermo se vino destinado a Almería, por mediación de un tío médico que le buscó una colocación en la ferretería más importante que entonces existía en la ciudad, la Casa Ferrera. Con doce años, sin apenas saber leer y escribir puesto que había tenido que abandonar el colegio, ya recorría las calles de Almería llevando paquetes, transportando sacos de cemento en un carrillo desde los barcos al almacén y portando los bultos que venían a la Estación del ferrocarril cuando todos los artículos que llegaban a Almería solo tenían dos caminos: las vías del tren y el mar.
A finales del siglo diecinueve, ser dependiente de un comercio importante era algo más que tener un trabajo. Los dependientes estaban tan vinculados al negocio y a los propietarios que pasaban a formar parte de la familia en un estrato inferior. Comían y dormían en la misma casa donde estaba el comercio, a veces sin sueldo alguno, por la cama y el jergón, sin otra recompensa que la de las propinas que iban recibiendo de los clientes y la formación que iban adquiriendo. De aquellos años de aprendiz, Guillermo Herrera recordaba que apenas tenía tiempo para descansar. Trabajaba desde las siete de la mañana hasta las diez de la noche, con una disciplina cuartelera, sin más reposo que el obligado de los domingos, el día de salir a la calle si no le tocaba quedarse de guardia por si aparecía algún cliente buscando puntas de París o alcayatas gitanas.
El domingo que le tocaba librar era una fiesta. Se vestía con su mejor traje y recorría las calles buscando el frescor del Parque y la algarabia del puerto, donde acababa gastándose la escasa paga que le dejaban las propinas en pasteles de diez céntimos o en aquellas soñadas cañas dulces que partían los vendedores ambulantes de plaza en plaza. En aquella primera experiencia en la ferretería aprendió a hacer paquetes como si fueran obras de arte y algunas normas básicas que le transmitió su tío antes de empezar a trabajar: “Mira, Guillermito”, le dijo. “Los aprendices tienen que hacer de todo: barrer, hacer mandados y hasta asear el retrete, y a todo lo que te digan tienes que obedecer”.
La frase de su tío siempre la tuvo presente en los tres años que duró su formación en la ferretería. La vida lo llevó después de vuelta a Málaga donde estuvo trabajando en el campo y después a Sevilla donde volvió a ser dependiente de una ferretería. A comienzos del siglo veinte, ya convertido en un hombre, volvió a Almería con un macuto de ilusiones, dispuesto a hacer comerciante, con la maleta llena de ideas y con ganas de comerse el mundo.
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