Era una mujer con carácter, con los sentimientos siempre a flor de piel y una sonrisa entre los labios para festejar los pequeños milagros que de vez en cuando le iba regalando la vida. Su aspecto físico la sacaba de contexto: no parecía una mujer de la posguerra, con unos ojos azules que alumbraban como dos faros inmensos; con un pelo rubio platino como el de las actrices de cine de las películas del Hesperia; con un cuerpo esbelto como el de aquellas atletas alemanas que aparecían en los reportajes del NO-DO.
En su familia se solía comentar, viendo que la niña crecía y se convertía en una mujer exuberante con apenas trece años, que aquellas formas tan prematuras eran la consecuencia de la abundante leche de cabra que su madre le buscaba por los rincones más perdidos del Barranco del Caballar en los duros años de la guerra cuando casi todo el mundo pasaba necesidades.
A ella nunca le falto de nada porque fue hija única y a su padre, practicante de profesión, le sobraba el trabajo. Todo lo que tenían era para la niña, que al terminar la guerra, con diez años de edad, ya causaba impacto en Almería por los espléndidos vestidos que su madre le cosía, inspirados en las niñas prodigio de las películas americanas.
Si hubiera que hacer una lista de las mujeres más bellas de la Almería de la posguerra, en los primeros puestos estaría, sin ninguna duda, Leo Plaza Vicente, que tuvo el privilegio de conservar su encanto a lo largo de su vida, matizado en cada etapa por las sombras y por las luces que le iban dando los años. No es de extrañar que el artista del retrato de aquel tiempo, el fotógrafo Luis Guerry, la tuviera como fuente de inspiración y cuando ella entraba en el estudio el tiempo se detenía y todas las musas se convocaban alrededor de la fiesta. Aquellos retratos nos recuerdan ahora, al contemplarlos, los claro oscuros del cine negro que merodeando por el rostro de Leo Plaza componían una hermosa obra de arte.
Siempre conservó como un tesoro aquellos viejos retratos donde los perfiles estallaban entre las sombras, donde el blanco y el negro llenaban de elegancia las figuras, donde el artista ponía en juego toda su inspiración para extraer el alma de las retratadas. Ella fue una de las muchachas de la posguerra de clase media acomodada que tuvieron el privilegio de poder estudiar en el prestigioso colegio de las Jesuitinas, y el honor de ver sus retratos colgados en el escaparate más visitado del Paseo de Almería.
Un día, con su íntima amiga Clara, ahorraron unas cuantas monedas de la que sus padres les daban los domingos y se fueron corriendo al estudio de Guerry a que el maestro las retratara. Tenían solo catorce años y llevaban puesto el uniforme del colegio de monjas que también quedó inmortalizado en la fotografía. Dos niñas, dos mujeres, dos bellezas poniendo en jaque toda la destreza del maestro.
Cuando Leo Plaza se casó, en 1949, sus fotografías de novia ocuparon todo el escaparate principal, convirtiéndose en la noticia más comentada, siendo tan nombrada que fue el propio marido de Leo el que fue a pedirle a Guerry que las retirara.
Dicen que a su boda fue media Almería, aunque solo fuera a mirar y que ni en los balcones próximos a la Plaza de Santo Domingo era posible encontrar un hueco. La bella de Guerry se casaba con un hombre catorce años mayor.
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