Era una de esas tabernas en las que los abuelos apuraban el chato de vino y se guardaban en el bolsillo un cacahuete para dárselo con toda la ilusión del mundo a su nieto al llegar a casa; era de esas bodegas de la estirpe de Tébar o La Reguladora, ya extintas, o de las que aún quedan como Montenegro, Aranda, El Patio, Casa Puga o El Quinto Toro. Solo que El Toboso no estaba intramuros de la ciudad. Quedaba, hasta hace un mes, en uno de esos barrios alejados de la pomada del centro, uno de esos ensanches de gente humilde como es el barrio de Los Angeles, donde no llegaba -o no llega- esa otra Almería capitalina de la que decía Fausto: “Cuando Almería era lo que ocurría entre el Paseo y La Rambla”.
Ha cerrado El Toboso, la bodega que se llenaba los viernes y los sábados, donde la gente iba sin prisas, con la cara feliz, a tomarse un quinto con una tapa de callos o de arroz o de caracoles por 1,5 euros. Gente obrera que se acodaba en la barra con el mono lleno de pintura o con restos de yeso de los edificios de Terriza u oficinistas que hacían un alto y que llegaban con los bolígrafos de colores en el bolsillo de la camisa. El paisaje era el de un gran mostrador de formica y ladrillo, unos grandes toneles de vino de Albondón o Palo Cortao, pósters del Almería de Mantecón y Juan Rojas o del Madrid de Ramallets y Zoco, unas mesas para el dominó y mucha honradez en los platos caseros que salían de la cocina.
Allí, en la calle Marchales, al lado de la cafetería Minerva, nadie esperaba a que le ofrecieran delicias de ortiguilla, ni ensalada de burrata y tartar. Allí se acompañaba el vasillo de vino abocao con aquellas célebres patatas asadas con sal y pimienta llamadas perdices o con una aceitunas proletarias pinchadas en un palillo o con unos michirones o una careta en salsa y a las 12 en punto de cada día, a la hora del Angelus, Paco Jurado sacaba la Biblia para solemnizar el momento.
De Rafael Jurado a su hijo 'El Negrillo'
En 1964, cuando aún no había llegado el asfalto al barrio de Los Angeles, José Ortega, un profesor de la rama del metal de la Escuela de Formación, y Luisa García, su esposa, le alquilaron el local bajo de su nueva casa al empresario granadino Fernando Robles para un despacho de vino al por mayor al que le puso de nombre Bodega Castañeda.
Como encargado estaba Antonio Díaz, quien recibía en grandes cubas el vino de Albolote, que tantas penas quitó durante décadas a los parroquianos más asiduos. Al poco tiempo, el propietario le cambió el nombre por el de Bodega el Toboso. José, el profesor, había residido en su juventud en tierras manchegas y era un ávido lector de El Quijote. Le añadió un mostrador a esa reestrenada taberna con la que rendía homenaje a la cuna de Dulcinea y la volvió a traspasar, esta vez a un pariente de su mujer llamado Rafael Jurado, quien desde entonces fue el alma de ese local santo y seña del barrio angelino. Siempre con su transistor al lado, Rafael, con sus carruseles interminables por todos los campos de España, rezando para que venciera el Almería de Rolón y de Murua, de Maxi y de Paniagua.
Sus hijos Rafael ‘el Negrillo’ y Francisco tomaron el relevo, continuando con sus liturgias, dando entrada a nuevos clientes que eran ya los hijos de aquellos pioneros parroquianos. Pero fallecieron jóvenes ambos y cuando la continuidad de la bodega se tambaleaba, Angeles Esteban, viuda de Francisco y Carmen Jurado, hija de Rafael, se echaron para adelante abriendo de nuevo durante los últimos años, hasta que el confinamiento les ha enfriado las ganas de seguir levantando la persiana, de seguir preparando esos platos cariñosos llenos de pringue, de seguir reponiendo la solera en los bocoyes y los botellines en la cámara. El propietario del local, Luis Ortega, enfermero, el heredero de aquel profesor de la Escuela de Formación, por necesidades de la vida, convertirá ahora la vieja y entrañable bodega en un gabinete de logopedia.
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