El rey de las funerarias

Juan Valdivia dejó Morón para venirse a Almería con una cartera de pólizas de de decesos

Un entierro en los años 50 por la Rambla de Almería, en los que aún se estilaban los coches de caballo. Al lado, Juan Valdivia, en su juventud.
Un entierro en los años 50 por la Rambla de Almería, en los que aún se estilaban los coches de caballo. Al lado, Juan Valdivia, en su juventud.
Manuel León
07:00 • 05 jul. 2020

Un día de 1972, un Dodge Dart verde botella con un féretro dentro circulaba a ralentí por el Paseo del Generalísimo de Almería, almidonado de coronas de flores. Detrás, familiares y amigos de luto caminaban abrazados unos a otros, mientras en las aceras decenas de curiosos miraban sin perder detalle de ese espectáculo en el que por primera vez un ‘haiga’ americano llevaba a un muerto almeriense. 



Ese petulante vehículo, como en el que volaron a Carrero, era propiedad de Juan Valdivia Gerada, un sevillano de Morón de la Frontera que había llegado a la pensión Sevilla cuatro años antes con una cartera de seguros de decesos dispuesto a comerse la ciudad. Tenía 19 años, era perito eléctrico, hijo de un director del Banco Español, y eligió Almería como podía haber elegido Albacete, aunque de aquí ya no se movió nunca más.



Llegó así, sin un duro, pero con muchas ideas para hacer crecer las pólizas de La Previsora  Bilbaína, pero se dio cuenta de que un seguro de muerto sin una funeraria detrás era como un matrimonio sin amor. Creó así La Previsora Almeriense, su iniciática empresa de pompas fúnebres, y de ese mimbre inicial, Juan ha ido tejiendo el cesto de Tanatorios y Funerarias del Sur, la mayor empresa funeraria de la provincia, y liderando la creación de Funespaña, el mayor grupo funerario del país con más de 500 empresas, que vendió a la aseguradora Mapfre. Desde el principio de los tiempos, si uno analiza el negocio funerario almeriense, ha sido un sector caníbal –como tantos otros, por otra parte- en el que los grandes han ido engullendo a los pequeños o fusionando intereses, en una actividad que es el paradigma de la seguridad garantizada en cuanto a clientela.



Hasta finales del siglo XIX, Almería carecía de una empresa funeraria propia. Eran, hasta entonces, los carpinteros los que iban haciendo acopio de cajas mortuorias a 50 reales en los almacenes para cuando iba habiendo necesidad; o los vendedores de muebles como Antonio Lomaña, junto a las Cuatro Calles, quien, en el lejano 1864, exponía ataúdes como si fueran sillas o plateros. Fue Manuel Andrés Pérez el empresario que en 1884 constituyó la primera empresa funeraria almeriense. Se llamaba ‘La Industrial’ y tenía su sede en la calle Real de la Cárcel número 13, enfrente de donde está hoy la Farmacia Central, haciendo esquina con la calle del Arco. Contaba con almacén expositor, taller de construcción de féretros y un equipo de dependientes uniformados según la categoría del óbito. Había entierros de primera, de segunda, de tercera y para pobres de solemnidad, que eran sufragados por el Ayuntamiento. El coche de primera clase, con cuatro caballos con altos penachos de plumas y gualdrapas sobre los lomos, tenía una tarifa de cien pesetas y el ataúd valía seis duros. Eran tiempos en los que la vanidad estaba por encima de todo en esos duelos de gente principal, con cocheros y lacayos vistiendo a ‘la Federica’, con levita y calzón corto, pelucas blancas, sombreros de tres picos y una turba de niños del Hospicio portando velas y llorando como las plañideras del Nuevo Testamento. 



El cadáver se conducía por el Paseo del Príncipe y acababa al final de la calle Granada, donde hoy está la cafetería La Gloria, donde se daba el pésame a los deudos. Aparecieron otras funerarias, después de la de Andrés: ‘La Soledad, de Dolores Lirola, viuda de López Godoy, en la calle Granada. Y ‘La Neotafia’, de José Jurado Trillo, en la calle del Rostrico.



En 1905 falleció Manuel Andrés y se hizo cargo del negocio su hijo Augusto Andrés Rivas, que hasta entonces había regentado una pequeña librería junto a las pompas fúnebres de su padre, donde vendía y alquilaba novelas y revistas a los almerienses de entonces. Para mantener este negocio, Augusto, durante un tiempo, arrendó la funeraria a José Cubero Moreno, un empresario malagueño recién llegado a la ciudad, quien la rebautizó como ‘La Nueva’ y adquirió también la funeraria La Soledad y puso a su cargo como gerente a Antonio Marín Durán. Cubero hizo correr el slogan en la prensa local de que venía “para hacer desaparecer las tarifas escandalosas de otras épocas y a dejar de vocear los precios de los entierros por las calles como si fuesen verduras”. Se hizo también con la representación en Almería de la gran fábrica de féretros y arcas de maderas finas y barnizadas a muñeca de Vicente Correa. Pero duró poco en Almería, el tal Cubero, y Augusto Andrés decidió dejar la reventa de novelas por entregas de Galdós y Clarín para retomar el negocio funerario familiar. Lo curioso es que, la parte del establecimiento que había sido librería, la destinó el singular Augusto a disfraces de carnavales. Caretas y antifaces colgaban a solo un metro de distancia del rigor de los ataúdes, cintas de duelo y coronas funerarias, en esa calle Real, que en esos tiempos republicanos había pasado a llamarse calle del General Riego. 



Pasaron los años, Augusto fue envejeciendo y decidió emigrar a Barcelona con su esposa Juana Arias, poco antes de la Guerra Civil. Legó el negocio funerario a su sobrino Alejandro Andrés Vivas y al fiel empleado José Morales. También tuvo escaso recorrido otra funeraria denominada ‘La Nueva Malagueña, en la calle Granada -frente a la ferretería de José María Lucas- gerenciada por José Cañadas Ramón y Francisco Lorente. Al igual que ocurrió con ‘La Económica’, en la calle Murcia, en 1933, que empezó a dar servicio con carrozas motorizadas.



Por esas fechas, los señores Gómiz y Tijeras crearon la Funeraria Nueva, que sí estaba llamada a tener un mayor recorrido, con domicilio en la Plaza Vivas Pérez, que convivía con la de la calle Real. Fueron las dos funerarias de la Postguerra, hasta que en 1962, ésta la compró la familia Giménez y la trasladó a la calle Eduardo Pérez, rebautizándola como Funeraria Virgen del Mar. Ambas se fusionaron en 1979 dando lugar a Funalsa, en la que, tras una compraventa de acciones, entró también Albia (seguros Santa Lucia) y Juan Valdivia, aquel sevillano de Morón que vino con una mano detrás y otra delante y que terminó también como principal accionista y construyendo el primer tanatorio y el primer horno crematorio de la provincia.


La marca de disponer de la primera sala de velatorios de la provincia le correspondió a Funeraria San José en 1980 en Avenida Santa Isabel, a cargo de un oriundo de Abla llamado Juan Ortiz,, cuando hasta entonces la costumbre era que los muertos había que velarlos en casa. También operaron en El Zapillo la Funeraria El Remedio, de Efrén Castaño, y Puertamar, en la zona del Quemadero. La primera mujer que regentó una empresa de pompas fúnebres –Funeraria San Jorge- fue Dolores Gómez, en 1968, en La Mojonera.



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