En la avenida custodiada por cipreses que acaban de abrir por encima de la Plaza del Ayuntamiento como prolongación de la calle del Pósito, se pueden contemplar aún los restos de la pintura de las paredes de las casas que en otro tiempo estaban pegadas a las piedras del cerro. Viendo ese terreno tan escalpado uno se pregunta cómo pudieron abrirse paso las viviendas entre las rocas y en qué condiciones vivían los inquilinos de estas moradas.
Había dos suburbios que estaban ligados a las raíces del cerro de San Cristóbal: uno colgando de las piedras, el otro bajo el cobijo de las murallas que partían de la Alcazaba. El barrio de arriba era un mundo de grandes contrastes. Era el mirador natural de la ciudad, un balcón privilegiado desde el que se podía contemplar Almería de una punta a otra, un escenario de una gran belleza paisajística, pero marcado por el estigma de la miseria y del abandono más absoluto.
En los años setenta, cuando la ciudad mostraba orgullosa sus nuevas construcciones a base de bloques de edificios con todas las comodidades, en el corazón del casco histórico, pegado al Ayuntamiento, el barrio del cerro vivía anclado un siglo atrás. Subir allí tenía el sabor de las grandes aventuras y uno tenía la sensación, cada vez que trepaba entre las pencas camino del Santo, que volvía a aquella ciudad de la posguerra de la que nos habían hablado nuestros padres.
Al empezar la subida, en el último tramo de la calle de Antonio Vico, te encontrabas con una realidad distinta: un universo de casas pequeñas y destartaladas, construidas de cualquier forma y sin ninguna regla sobre las mismas rocas del cerro. En muchas de esas viviendas habitaban familias numerosas compartiendo la vida en un espacio tan estrecho que era habitual encontrarse con algunas azoteas convertidas en dormitorios. Junto a una conejera de madera, o al lado de un gallinero de alambre, aparecía un niño desarrapado debajo de una manta.
En aquel ecosistema los niños y los gatos hablaban el mismo idioma. Trepaban con la misma soltura por los tejados y se pasaban el día de calle en calle, de tapia en tapia. Más de una vez, cuando subía con mi madre para cumplir alguna deuda pendiente con el Santo, me quedaba sorprendido viendo a las mujeres sentadas en el tranco de la puerta, hurgando en la cabeza de un niño para quitarle los parásitos o descubriendo, entre un batallón de chumberas, la silueta de un hombre haciendo sus necesidades. En aquella época, cuando en la mayoría de las casas ya habíamos conocido el invento del bidé, la mayoría de los vecinos del cerro todavía no tenían váter en las casas y cagaban y meaban con el cielo como testigo.
Recuerdo, cuando llegaba una tormenta y el aguacero hacía sonar las alarmas en los barrios más abandonados, que todos mirábamos con miedo hacia aquellas casas del cerro para ver si alguna se había despeñado. Siempre, después de una lluvia abundante, había una vivienda que se quedaba sin techo y una familia que se quedaba en la calle.
El otro suburbio, que también era hijo del cerro de San Cristóbal, dormía el sueño de la miseria pegado a la ilustre plaza del Ayuntamiento. La calle de Toledo, hoy convertida en avenida de cipreses, tenía dos filas de viviendas, una de ellas tan ligadas a las piedras que la gente las utilizaba como paredes. No tenían agua en las casas y muchas ni luz. Se nutrían de dos caños próximos: el que había en la calle Mirasol y otro que presidía la subida por la calle de la Viña. A veces, los vecinos solían tomar el camino más corto y acudían con los cubos al patio de la perrera municipal que estaba a las espaldas del edificio del cine Moderno. Los dos barrios del cerro tenían en común su mala fama. A los niños de clase media no nos dejaban subir solos al Santo porque los niños de arriba tenían otras leyes distintas a las nuestras y podíamos bajar con el cuerpo caliente. Tampoco nos permitían adentrarnos por las callejuelas del barrio de abajo porque estaba habitado por mujeres de mala vida, esas que hablaban con descaro a los hombres, fumaban cigarrillos rubios y entraban solas en los bares.
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