Dos mujeres, en siglo y medio, fueron las señoras de ese cortijo –el de Las Chiqueras- en el Campillo de Genoveses, que ahora quieren rehabilitar como hotel en medio de un gran estruendo entre abogados y fiscales de la causa. Una de ellas, Josefa Montoya Herrada, fue la ama, además, con dos hombres diferentes: primero con Felipe Vilches Gómez, un preboste liberal y adinerado que impulsó la Plaza de Toros de Almería. Y después con Antonio González Egea, banquero lugarteniente de don Juan March y exalcalde de Almería que extendió los lindes de la memorable finca y construyó un mirador glorioso hacía esa vieja ensenada de piratas, cuyas panorámicas llenan hoy páginas en revistas de turismo; la otra señora que gobernó ese paraíso terrenal y celestial, entre dunas y palmitos, entre noches estrelladas y cantos de chicharra, fue Francisca Díaz Torres, la divertida doña Pakyta, que se casó con José González Montoya, hijo del financiero que mandó construir el popular chalé de la Plaza Circular.
Ambas tuvieron esos pequeños privilegios (o grandes) de desayunar té y mermelada de dátiles en ese balconcito mirando a la insólita bahía o de acercarse con sus galgos a pasear por el Morrón de Genoveses o la cala encantada de Mónsul, como el que sale al jardín de su casa; o de oír el balido de las cabras o el relinchar de las yeguas de El Romeral o el triscar de los pavos o el mugir de los bueyes de labor o el ulular nocturno de los búhos en medio de ese páramo fantasmagórico.
Solo ellas sabían de todo eso -del olor a tomillo salvaje confundido con el salobre del yodo marino, del sonido de los disparos de las escopetas contra las perdices, del sol inflamado escondiéndose por El Cigarrón, de meriendas silenciosas de higos chumbos al relente de un porche centenario - que los demás mortales solo podemos ahora imaginar cuando caminamos sedientos en busca de esa playa como si fuéramos en busca de Eldorado.
La historia de Genoveses –al margen de su leyenda como escondrijo de piratas, como prontuario de la armada que conquistó Almaryya junto a Alfonso VII en 1147- arranca con aquella España liberal y desamortizadora del XIX, que, paradojas del destino, acabó engendrando más terratenientes y más latifundios. En todo ese campo casi baldío, propiedad del municipio de Níjar, 'los propios' (labriegos arrendatarios) sembraban y cosechaban el cereal y aprovechaban la dehesa para pastos y leña. Eran terrenos rústicos, llamados de manos muertas, que no tributaban y no se podían vender ni hipotecar, como los de las órdenes religiosas. Con la desamortización de Pascual Madoz en 1855 se pretendió ponerlos en valor enajenándoselos a los ayuntamientos, subastándolos y con la recaudación amortizar la deuda pública del Estado.
Pero esos grandes predios de la provincia recayeron casi siempre en los influentes prohombres de la Almería del XIX como los Duimovich, los Acosta, los Oliver o los Orozco. La finca litoral de Genoveses y Mónsul, en Níjar, de 881 hectáreas, fue adjudicada en 1860 a Felipe Vilches Gómez por 192.000 reales (290 euros actuales), según los libros de cuentas de Bienes Nacionales consultados por el historiador Juan Pedro Vázquez Navarro. Fue Nijar, a la postre, uno de los municipios de España más perjudicados en ese proceso desamortizador que se extendió como una fiebre amarilla hasta entrado el siglo XX, en el que perdió cientos de hectáreas de montes comunales que dedicaba a pastos y a recolectar espartos. Y aunque un alcalde nijareño, Antonio Vargas, pleiteó con agallas para recuperarlos, las sentencias judiciales siempre le fueron esquivas.
Felipe Vilches, el rematante del emblemático lote, era hijo de Joaquín Vilches Baeza, alcalde y jefe político de los liberales en Almería, que fue preso por haber apoyado la causa fallida de Los Coloraos. Felipe estuvo casado en primera nupcias con Juana Orozco Segura, hija del prócer Ramón Orozco. Enviudó joven y volvió a casarse en 1892 con Josefa Montoya Herrada, quien heredó de Vilches en 1894 toda esa finca nijareña de Genoveses llamada El Romeral. Josefa contrajo de nuevo matrimonio con Antonio González Egea, hijo del acaudalado José González Canet, quien en 1897 compró dos lotes más de tierra hasta configurar un territorio de 7.000 hectáreas con 17 kilómetros de costa, entre Cala Higuera y el faro de Cabo de Gata incluyendo todo San José, del que José González Montoya, su hijo, vendió más de 3.000 hectáreas a los franceses de la Michelin.
Él y su esposa, Francisca Díaz, se taparon los oidos ante tentadores cantos de sirena de inversores libaneses y británicos y se confabularon para mantener alejada del horror y del error esa atávica majada de Genoveses, esa vieja cañada de pastores y mayorales como Antonio Ferre, esa urdimbre de molinos de viento y de atochares rubios peinados por el siroco, ese singular paraíso de sol, roca y arena blanca único en Almería, único en el mundo.
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