Al contrario de lo que ocurre hoy en los multicines, donde todas las salas son iguales, donde no existe ni un solo rasgo que distinga a una de otra, donde la globalización ha llegado hasta los ambigús, los cines de antes tenían cada uno su personalidad.
Para los jóvenes de hace cincuenta años lo más importante era ir al cine porque se vivía como un acontecimiento extraordinario, como un pequeño lujo que te podías permitir los fines se semana y compartirlo con los amigos. Lo fundamental era ir al cine, pero esa emoción alcanzaba un peldaño más si en vez de ir a un cine de barrio ibas a uno del centro. No era lo mismo, por poner un ejemplo, ir a ver una película al Moderno o al Monumental, que al Cervantes o al Reyes Católicos. Al menos en mi casa, era obligatorio vestirse de domingo aunque fuera sábado para cruzar el Paseo. Recuerdo la tarde en la que con los ‘amiguillos’ del barrio fuimos al cine Reyes Católicos a ver el estreno de la primera película de Tiburón, que fue un gran acontecimiento. Íbamos tan arreglados que parecíamos recién salidos de una boda o de una Primera Comunión, con los zapatos relucientes con dos manos de betún y el pelo bien empapado de colonia.
El cine Reyes Católicos tenía una solemnidad que no tenían otras salas. Mientras que los porteros y el acomodador del Moderno o del Monumental podían ir vestidos de paisano, los trabajadores del ‘Reyes Católicos’ iban siempre en perfecto estado de revista, tan limpios y bien uniformados que los niños que no estábamos acostumbrados a tanta formalidad nos cuadrábamos ante ellos como si tuviéramos delante a un capitán general. El cine Reyes Católicos tenía el lujo del tiempo en que nació. Vino al mundo en el invierno de 1961, cuando ir al cine era el principal entretenimiento de la gente, cuando las salas se llenaban todos los domingos, cuando el sueño de muchos empresarios era tener un local para montar un cine o una terraza de verano.
El ‘Reyes Católicos’ abrió sus puertas por primera vez el 10 de febrero de 1961. Media ciudad pasó en las primeras semanas por el recinto para disfrutar de su gran sala dotada con sonido estereofónico magnético a cuatro bandas, una característica que nadie sabía lo que quería decir, pero daba una idea de lo bien que tenían que oírse las películas allí dentro. “Cuando pegan un tiro parece que tienes la escopeta detrás tuya”, decían aquellos que ya habían disfrutado de su impresionante acústica. Fue también el primer cine refrigerado que hubo en Almería y el que tuvo pantalla cóncava.
Pero lo que más destacaba de aquel cine, lo que más nos gustaba, era el elegante anfiteatro que lo coronaba, desde donde se podía disfrutar de una visión perfecta como si se estuviera flotando en el aire. Desde allí arriba tenías la sensación de que dominabas la sala. Si te colocabas en la primera fila del gallinero, la que estaba pegada a la barandilla, podías ver cómo iban entrando los de abajo y buscar entre el público a alguna niña que te gustara.
Cuando pasaron unos años y ya fuimos al cine con esa niña que nos estaba esperando en la primera estación de la adolescencia, cada vez que íbamos al ‘Reyes Católicos’ buscamos desesperados dos butacas libres en la última fala, allá donde no llegaba ni la linterna del acomodador ni la mirada aburrida del operador, que desde el interior de la cabina también vigilaba la sala.
Recuerdo que tenía los asientos más oscuros, tal vez para disimular mejor las manchas, y que estaba tan resguardada que tenías la sensación de estar en un cuarto oscuro a salvo de todas las miradas. En aquella última fila apurábamos los últimos rescoldos de los domingos de invierno, buscando ese último beso que nos hiciera menos amarga la travesía hacia el lunes. Entonces creíamos de verdad que el primer amor era para toda la vida y que aquella pasión de los primeros besos en la butaca del cine era un fuego que nunca se iba a extinguir.
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