A la feria teníamos que ir limpios. Cada tarde de feria requería un protocolo que se repetía en cada casa y en cada patio: el barreño donde nos lavábamos los pies, la pila donde nos metíamos acurrucados para darnos un baño, la ropa recién planchada que nos esperaba en el respaldo de una silla para apuntarse a la fiesta y aquel viejo espejo de la entrada donde las madres nos repasaban el flequillo antes de salir a la calle. Las sandalias blancas que olían a betún, el pelo empapado de colonia y aquella sensación de vértigo que nos bajaba por la garganta y nos rondaba la boca del estómago llenándonos de emociones.
A la feria teníamos que ir limpios aunque no lleváramos un duro en el bolsillo porque era nuestra gran pasarela anual, el lugar donde nos cruzábamos con los familiares lejanos que veíamos una vez al año, con los amigos que habíamos dejado olvidados en la escuela y con los vecinos del barrio que bien vestidos y bien peinados también parecían de mejor familia.
Hoy, si no llevas la cartera llena no eres nadie en la feria, estás de más. Antes, la feria era un gran escaparate donde se iba mucho a mirar. Íbamos a ver y también a escuchar por los altavoces las mentiras que nos contaban los feriantes: el hombre más alto del mundo, que después estaba subido en un banco escondido y la mujer más gorda del planeta, que mostraba sus kilos con la cara manchada de pintura y el gesto lleno de tristeza. La feria era una gran exposición donde todos nos exhibíamos un poco y donde también se hacían buenos negocios.
Recuerdo que en una de las plazoletas del Parque Nuevo, que entonces era el corazón del Real de la Feria, colocaban los tractores de Piquer Hermanos, mostrando las últimas innovaciones que habían salido al mercado. Así, como una simple exposición, empezaron los Díaz su andadura en la feria. El Ayuntamiento invitó a los célebres carniceros a exponer sus artículos para promocionarlos y fue tanto el éxito, tuvieron tal volumen de visitantes, que al año siguiente volvieron, esta vez con una caseta y dispuestos a hacer negocio.
Quizá, el éxito de los Díaz fue su apuesta por la sencillez, por lo primario, en una época donde no había nada más elemental que un bocadillo de morcilla y un botellín de cerveza. Recorríamos la feria de una punta a otra y cuando nos empezaban a doler los pies, cuando los tímpanos nos estallaban de voces de tómbola y tiovivos, buscábamos aquella plazuela del Parque donde los ruidos se amortiguaban y el olor de la morcilla caliente nos recordaba que la felicidad también pasaba por el estómago.
Un año, o tal vez dos, junto a los tractores de Piquer y la caseta de los Díaz se instaló un puesto donde el Flan Chino el Mandarín promocionaba sus productos. A los niños nos gustaba mucho porque era el flan que todos teníamos en la despensa, el que anunciaban por la tele y el que en la feria nos regalaba un globo y uno de aquellos gorros de cartón a la antigua usanza oriental que se enganchaban con una goma que no duraba intacta más de diez minutos.
Teníamos la sensación entonces de que también íbamos a la feria a ver gente. Cuando yo salía solo con mis amigos, nunca más allá de las diez de la noche, cuando llegaba a mi casa mi madre me estaba esperando para interrogarme a ver a quién había visto en la feria. Siempre me encontraba con alguna tía, con alguna prima, con alguna vecina antigua que ya había dejado el barrio y te paraba para preguntarte por la familia con los ojos llenos de recuerdos.
Encontrarse con un familiar tenía su lado bueno y a veces su lado malo. En el mejor de los casos, el encuentro te podía dejar un duro de más en el bolsillo si el pariente era generoso, y en el peor de los casos alguna sorpresa que no esperabas. Mi amigo Ramón Ortiz se cruzó una vez con su tía en una noche de feria en ese momento histórico en el que empezaba a saborear la primera bocanada de un cigarrillo rubio. Los amigos tratamos de tranquilizarlo diciéndole que no se preocupara, que la tía iba distraída y no había podido ver el cigarro. Mi amigo Ramón se tranquilizó, todo lo contrario que su padre, don Máximo, que lo estaba esperando firme en la puerta de la casa para pedirle explicaciones. Al bueno de mi amigo no le dio tiempo a decir nada, antes de que pudiera abrir la boca su padre se la había cerrado con dos bofetadas.
A la feria íbamos curiosos y oliendo a colonia, pero siempre regresábamos derrotados, con los faldones fuera y la cara llena de churretes. Con el perfume del bocadillo de morcilla en la boca, volvíamos a casa pensando en la cama que nos estaba esperando. Llevo grabada en la memoria aquella sensación de placer que te producía, cuando volvías de la feria, quitarte las sandalias y echarte en el colchón. Mientras me dejaba llevar por el sueño, a través del patio seguía escuchando los sonidos remotos de los altavoces de los feriantes.
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