El pozo negro era un lugar casi mitológico para los niños de antes. Estaba bajo el suelo del patio, recogiendo las aguas y nuestros vertidos orgánicos, que allí se iban depositando hasta que el agujero estallaba y había que avisar al basurero para que viniera a limpiarlo.
Un día aparecía un olor fétido que inundaba la casa y había que abrir todas las puertas y todas las ventanas para poder respirar. En mi casa, cuando se atoraba el pozo negro a los niños nos mandaban directamente a jugar a la calle, por lo que cada vez que ésto sucedía mis hermanos y yo decretábamos el estado de fiesta. La avería nos regalaba la posibilidad de pasar varias horas en la calle, el tiempo que tardaba el basurero en dejar el agujero limpio como una patena. Viendo trabajar al basurero nos entraban ganas de estudiar más, sobre todo cuando mi madre nos recordaba, al final de la faena, aquella frase de “ya sabéis lo que tenéis que hacer si no queréis pasaros la vida quitando mierda”. Sí, teníamos que estudiar si queríamos tener una vida cómoda y no tener que ganarnos el pan como aquellos basureros que nos limpiaban los pozos y se llevaban los desperdicios de las viviendas en sus espuertas. Estaban tan aclimatados a su oficio que se colaban dentro de los agujeros entre heces y aguas pestilentes sin que les cambiara el gesto de la cara, como si estuvieran en un jardín cortando flores.
Casi todas las casas de los barrios tenían su pozo negro antes de que el alcantarillado acabara imponiéndose por toda la ciudad. Ese temor a que se llenara el pozo y a que la suciedad estallara debajo del suelo, había extendido la costumbre de arrojar el agua sucia a la calle. Quién no recuerda la escena de la vecina lanzando el agua en medio de la calzada después de mirar a un lado y a otro para asegurarse de que no pasaba ningún municipal.
Tirar el agua a la calle estaba prohibido y desde el ayuntamiento se dieron órdenes a los agentes para que vigilaran de cerca esta infracción que ponía de manifiesto la incultura de los vecinos. Habíamos entrado en los años sesenta, queríamos ser una ciudad moderna, atractiva para que vinieran los turistas, y aún manteníamos viejos rituales medievales como el de tirar el agua en medio de la calle.
Recuerdo los alborotos que se organizaban en el entorno de la Alcazaba cuando aparecía ‘el Cañaero’, el municipal más temido de la época, y desenfundaba la libreta para imponer una multa. Las mujeres se enfrentaban a él con valentía, repitiéndole que tiraban el agua a la calle porque no tenían un váter decente ni una alcantarilla reglamentaria. A veces tenían que intervenir varios policías para acabar poniendo orden con las porras en las manos.
Una cosa era arrojar el agua sucia a la calzada y otra baldear la calle. En Almería teníamos la sana costumbre de sentarnos en las puertas de las casas para relacionarnos con los vecinos y practicar la muy antigua actividad de tomar el fresco. En verano, para paliar el calor y combatir el polvo que se levantaba de la tierra caliente, era habitual que las mujeres refrescaran la calle con el rudimentario sistema del cubo de agua y la palma de la mano. Primero se pasaba la escoba y después se iba mojando el trecho de la acera o de la misma calle donde se colocaban las sillas.
Con las puertas mojadas y limpias los vecinos sacaban las sillas y la cena para compartir sus vidas con los demás. La televisión estaba llegando con cuanta gotas y la forma principal de entretenimiento de la gente pasaba por relacionarse con los demás.
Aquellos vecinos que vivían en calles lo suficientemente anchas para que pudiera pasar un coche reglamentario, disfrutaban de vez en cuando del pequeño lujo que suponía la presencia de la regadora municipal. El camión de la regadora pasaba siempre por las tardes, dejando un rastro de agua y humo en la tierra. Para los niños era una auténtica bendición porque nos entretenía y nos servía como juego. Pasaba el camión de la regadora y allí iban los niños detrás pidiéndole al chófer que los bañara o enganchándose como cuatreros en los hierros de la parte trasera.
La regadora oficial podía arrojar a la calle todo el agua que quisiera, que estaba bendecida por el ayuntamiento, pero no siempre dejaba satisfechos a todos los vecinos. Unos se quejaban porque las calles estaban secas y llenas de polvo y otros porque el camión municipal las regaba tanto y con tanta fuerza que el chorro del agua acababa profanando sus fachadas y penetrando en sus viviendas.
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