Los contra ‘influencers’ de antaño

Eduardo de Vicente
07:00 • 03 ago. 2020

Si uno se da una vuelta por Internet es posible que se encuentre con noticias que hablan de hombres y mujeres que se han convertido en auténticos fenómenos sociales en las redes, lo que se llama ahora ‘influencer’. Después de varios meses tomando nota de muchos de estos grandes personajes que ha creado la sociedad actual, tengo la sensación de que para ser ‘influencer’ no hace falta un currículum laboral brillante ni un expediente académico sembrado de sobresalientes. 



Se puede ser ‘influencer’ por rascarse la oreja con el dedo del pie sin dejar de mirar la pantalla del móvil; por estrenar todos los días un vestido y un peinado diferente; por tatuarse un versículo de la Biblia en la espalda y un fragmento de ‘el Capital’ de Marx en el pecho e incluso por inventar una receta de cocina cada cinco minutos. 



Por ahora no he visto a ningún ‘influencer’ que lo sea por levantar una pared con destreza, ladrillo a ladrillo, subido en un andamio durante ocho horas, ni por tener las manos llenas de callos de sembrar pimientos en un invernadero. Paco ‘el repellaor’, una figura de mi barrio y un maestro en el arte de sanear tabiques, colgó el otro día un vídeo trabajando en la obra y no entró a visitarlo ni su mujer. 



Se es más ‘influencer’ si se domina el oficio de no dar golpe, como aquellos personajes de la Almería de antaño que fueron auténticos contra-influencers por la mala influencia que suponía para el resto de la sociedad. Eran vagabundos, buscavidas, dilapiladores del tiempo libre que vivieron y murieron al margen de las normas.



A los niños de entonces nos gustaban mucho aquellos extravagantes que se saltaban las normas y se pasaban por el forro del chaleco el permiso de la autoridad. Si hubieran vivido en estos tiempos, seguro que se hubieran convertido en grandes ‘influencers’.



Yo sentía una atracción especial por Luis el de los perros, al que conocí en sus últimos años de apogeo, allá por los primeros años setenta. Me parecía un caballero andante, un místico de la irreverencia, el paladín del vagabundeo, el paradigma de la libertad. Los niños lo mirábamos con envidia porque no tenía que trabajar para salir adelante, porque no obedecía las órdenes de nadie ni tenía que ir los lunes a la escuela. Una mañana del otoño de 1970, cuando con mi madre atravesaba la Plaza de la Catedral camino del Hospital, nos encontramos a Luis agarrado al tronco de un árbol con la mirada perdida en el cielo. Cuando mi madre le preguntó si se le había perdido algo allí arriba, él le contestó muy serio: “Estoy convenciendo a un gorrión para que baje y se fume un cigarro conmigo”. 



Luis el de los perros exhibía su holgazanería sin pudor y la disfrazaba con un manto de filosofía que lo convertía en bohemio a los ojos del mundo. “No es que no me guste trabajar”, decía, “es que el trabajo lo dejo para los que más falta le hace”, explicaba. Como no trabajaba su vocación era estar todo el día en la calle, deambulando de un lado a otro como si fuera un artista. De vez en cuando, si los amigos se lo pedían y sobre todo si lo invitaban, hacía una demostración de la inteligencia de sus perros, con los que hablaba de verdad. Luis podía ser un vagabundo, un gandul vocacional, un sinvergüenza amable, pero nunca fue un blasfemo ni un desalmado. Todos los años, cuando llegaba el Viernes Santo, se plantaba en la puerta de la iglesia de Santiago para ver salir la procesión del Entierro. Aquella tarde Luis se ponía su traje de gala, el único que tenía, aquel traje gris al que le siempre le faltaba el mismo botón.



Luis el de los perros falleció en 1973, cuando las calles estaban llenas de personajes estrafalarios. Por la Catedral rondaba con frecuencia un pobre loco apodado ‘el Tubarro’, que bajaba todos los jueves del manicomio para disfrutar de su permiso momentáneo. No se metía con nadie, iba colgado de sus historias interiores, pero los niños lo desafiaban gritándole su mote para provocar la ira de aquel bruto andante que con una fuerza descomunal era capaz de levantar a tres niños a pulso con una mano. A mí me daba miedo de ‘el Tubarro’ y también procuraba mantener las distancias con un tipo al que llamaban ‘el hombre moto’, que recorría el centro de la ciudad a lomos de una Bultaco imaginaria. Caminaba a toda velocidad haciendo con la boca el ruido de un motor de gran cilindrada. Cuando la gente lo veía venir se quitaba de en medio porque ‘el hombre moto’ nunca se apartaba.

Su caso era parecido al del Manolete, el último callejero famoso que anduvo por la ciudad. El Manolete se hizo famoso en Almería por sus carreras y por sus pisotones. Caminaba siempre a la carrera por las calles del centro, tirando de un carrito de la compra donde iba almacenando todo lo que desechaban los comercios. Recogía cartones, ropa de segunda mano, revistas viejas, cualquier objeto que él pudiera vender después para ganarse unos duros. 



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