En las casas teníamos siempre a mano un arsenal de velas por si se iba la luz. En las tiendas de barrio era habitual encontrarse los racimos de velas colgando de una púa del techo o de la estantería, entre las tripas de sobrasada y las latas de atún. Las velas formaban parte de la vida cotidiana y estaban incluidas en esa lista de objetos necesarios que había que tener en el hogar.
Habíamos ido heredando de nuestros mayores la necesidad de tener una vela preparada cuando los cortes de luz eran frecuentes. Nuestros padres tuvieron que convivir con las restricciones eléctricas de la posguerra y los que vinimos detrás conocimos la fragilidad de la luz, que se tambaleaba en cada tormenta y en cada temporal de viento como si estuviera pendiendo de un hilo. “Ya se ha ido la luz”, era una frase a la que nos fuimos acostumbrado cuando los inviernos eran inviernos.
Cuando se iba la luz y nos pillaba en el colegio, en las clases de la tarde, el acontecimiento se vivía como una fiesta porque nos libraba de las obligaciones y llenaba el aula de ese alboroto infantil que estallaba cada vez que ocurría algo extraordinario. Y tan extraordinario era quedarnos sin luz y suspender la tarea y las lecciones del profesor, como que apareciera el hombre del álbum y de las estampas.
En las casas siempre teníamos una vela haciendo guardia, incrustada en un humilde botellín de cerveza, esperando a que se fuera la luz. Cuando sucedía, apurábamos la noche jugando a las caras a la luz de la vela y nos metíamos en la cama antes de lo previsto para que la oscuridad nos cogiera a salvo.
Nuestros apagones de luz estaban casi siempre relacionados con los temporales y no tenían nada que ver con las restricciones que vivieron nuestros padres en los años más duros de la posguerra, cuando cortaban el fluido eléctrico por decreto y se pasaban los días enteros entre tinieblas. Fue especialmente duro el otoño de 1943, cuando la sequía dejó a media España a oscuras, azotando con mayor crudeza a la zona sur. La situación llegó a ser tan crítica, que en el mes de noviembre, la Delegación de Industria de la provincia de Almería tomó medidas estrictas ante la falta de fluido eléctrico.
Quedó suprimido el alumbrado público variable y a los dueños de tiendas, cafés y bares se les prohibió el alumbrado de los escaparates. Cuando a las seis de la tarde se hacía de noche, impresionaba pasar por la calle de las Tiendas y por el Paseo y encontrarse con todos los negocios a oscuras, sin más luz que la de las escasas llamas que proyectaban las velas y la de las escuálidas bombillas que alumbraban los mostradores cuando se levantaba la veda.
La electricidad desaparecía de la vida de los almerienses desde las siete de la mañana hasta las seis de la tarde, un corte que se establecía por distritos para no perjudicar a la vez a toda la población. Los lunes se suprimía el servicio en las líneas que partían de la subestación de Huércal Overa. Los martes, el corte afectaba a todos los abonados de la línea que partía de la subestación de Santa Fe de Mondújar hasta Huércal Overa y Vera, alcanzando también a los municipios de Sorbas y los Gallardos. Los miércoles se quedaban sin fluido la línea que iba de la subestación de Santa Fe de Mondújar a la Partala y la que llegaba desde la Mezquita a la central de Almería. Los jueves se quedaban a oscuras los barrios de la circunvalación de la capital, los viernes la zona de Alhama, Ohanes y Balanegra y los sábados Níjar y todo el sector de la vega de Almería.
En la capital había dos días críticos en los que había que sobrevivir con las velas. Los miércoles se cortaba la luz para los abonados de la zona de la Carretera de Ronda, Barrio Alto, Estación, Rambla Obispo Orberá y Almadrabillas, mientras que los jueves los cortes afectaban al resto de la ciudad. Oficialmente, el apagón era hasta las seis de la tarde, pero solía ocurrir con frecuencia que la luz no llegaba en toda la noche porque la lluvia seguía sin aparecer y había que ahorrar la poca energía que se generaba.
En la solemne función religiosa del día de la Inmaculada, celebrada en el templo de la Catedral, los cultos se celebraron a media luz para demostrar que la Iglesia también sufría los cortes como cualquier ciudadano y tenía que alimentarse de cirios y velas. En aquella ceremonia, el entonces obispo de la diócesis, don Enrique Delgado y Gómez, pidió al Altísimo que le dijera al hombre de la lluvia que abriera de una vez por todas las compuertas del cielo porque los campos se estaban secando y vivíamos entre tinieblas.
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