Los baños de salud en la playa sucia

Bañarse en el mar daba salud y abría el apetito, aunque fuera en la pequeña playa de mineral

La playa de la desembocadura de la Rambla en los años de la posguerra, un escenario destartalado marcado por la suciedad del mineral de hierro.
La playa de la desembocadura de la Rambla en los años de la posguerra, un escenario destartalado marcado por la suciedad del mineral de hierro.
Eduardo de Vicente
23:58 • 06 ago. 2020 / actualizado a las 07:00 • 07 ago. 2020

Los baños eran ‘cosa santa’ para curar las heridas, para remediar los dolores de huesos, para las muchachas en edad de casarse que necesitaban yodo y para aquellos niños extramadamente delgados a los que el médico les recomendaba bañarse en la playa para que se les abriera el apetito. 



Los baños eran una inversión en salud, aunque tuvieran como escenario aquella playa sucia y destartalada que aparecía junto a los hierros del embarcadero de mineral. Poco importaba que salieras del agua con olor a aceite de barco y con el sabor del polvillo del mineral en el cielo de la  boca, lo fundamental era el baño, que siempre era un ejercicio saludable aunque fuera en esa playa turbia que rozaba la contaminación. 



Se trataba de un lugar con vocación de vertedero, allí donde desembocaba la Rambla, donde iban a parar los materiales que el agua iba arrastrando desde los cerros y la basura acumulada a lo largo del cauce. Al final de una tormenta, la playa cambiaba de aspecto, se alargaba de manera sorprendente y uniéndose con el agua de la Rambla formaba un lago que se estiraba más allá del primer puente, penetrando bajo el suelo de la ciudad. Cuando después de varios días, el mar se retiraba y el cauce inundado se secaba, la zona se transformaba en un barrizal donde los niños jugaban a buscar los objetos más extraños que había podido arrastrar la tempestad: algún gato ahogado, trozos de ramas de árboles, ropa vieja y hasta algún juguete inservible.



La pequeña playa del Cable se inundaba con frecuencia en septiembre, un mes en el que ya apenas quedaban bañistas en la costa, sólo los rezagados de los pueblos, los que buscaban la salud en la terapia del agua de mar, cuando los médicos recomendaban los nueve baños del final del verano para prevenir resfriados y aliviar las dolencias de las articulaciones. Septiembre, el tiempo en el que las aguas estaban curadas y la playa empezaba a quedar desierta, sin más vida que la de de los barcos que venían a cargar el mineral, y la de los trabajadores de la uva que empezaban a preparar las barcazas del embarque, que varadas sobre la arena esperaban el comienzo de la campaña. La soledad de la playa era entonces el escenario perfecto para las pandillas de niños que bajaban de la ciudad en busca de la libertad de los espacios solitarios. Cuando el barro se iba secando de la desembocadura del cauce de la Rambla, se formaba una capa de tierra húmeda, pero los suficientemente dura para poder jugar al fútbol. Allí se organizaban grandes desafíos que terminaban con la fiesta del baño. 



En los años de la posguerra, ir a bañarse a la playa era una aventura prohibida para muchos jóvenes de la ciudad, que después de zambullirse tenían que buscar el primer caño de agua dulce que se encontraran por el camino para quitarse la sal del cuerpo. Había madres y había abuelas que cuando los niños llegaban a sus casas los citaban en la cocina para lamerles el brazo y comprobar si en la piel traían restos de mar. 



Bañarse en la playa rozaba el delito en las casas de los más pobres y había hogares en los que a los hijos les prohibían acercarse al mar porque estaba más que comprobado que la playa, el sol y los chapuzones estimulaban el apetito, y claro, con el hambre que ya arrastraban, propia de aquellos tiempos, había que evitar cualquier estímulo exterior que pudiera acentuarlo. “Niño, ni se te ocurra ir a la playa que después vienes comiéndote las piedras”, era una de las advertencias que solían dar las madres de entonces. Había épocas en las que en la pequeña playa de la desembocadura aparecía el cartel de ‘prohibido bañarse’ y los niños tenían que esquivar la vigilancia de los carabineros para poder utilizarla.



Ese trozo de playa, condenado por la presencia del cargadero de mineral, fue durante años un refugio de la prostitución callejera. Eran putas de derrota, mujeres que por la edad o por el hambre no tenían otra salida que echarse a los descampados en busca de la calderilla miserable de algún cliente tan pobre como ellas. Aparecían al anochecer, rondando entre la penumbra de las barcas, por los alrededores de la solitaria caseta donde se guardaba la máquina del tren.





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